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Tribuna
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Para quién y para qué son los museos

Conservar obras de arte y educar al público; tales son las funciones museísticas

Han pasado ya varias semanas desde la crisis del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). El presente artículo no se propone comentar los acontecimientos que la provocaron, sino abordar una reflexión acerca de la naturaleza de los museos. Tomo como punto de partida dos comentarios publicados en los días inmediatamente posteriores a la crisis. Se deben a dos personalidades destacadas del mundo cultural catalán: el escritor y periodista Xavier Bru de Sala y el artista Francesc Torres. El primero escribía que el MACBA, de entrada, “no debería haberse llamado museo”. El segundo decía algo parecido, argumentando que una kunsthalle no es un museo.

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¿Tan importantes son los nombres?, preguntará el lector. Lo son cuando nombran cosas diferentes. Una kunsthalle es una institución pública cuyo objetivo es exponer arte contemporáneo. Las kunsthalles (y otras instituciones parecidas, como lo fueron en España los círculos artísticos o círculos de bellas artes) florecieron en las últimas décadas del siglo XIX. Obedecían a unas condiciones históricas muy concretas. Por un lado los salones oficiales vinculados al sistema académico entraban en crisis; por otro, a pesar de que crecía la demanda de arte contemporáneo, el mercado funcionaba mal porque las galerías comerciales eran todavía escasas y débiles. Hacían falta espacios donde los jóvenes pintores y escultores pudieran mostrar sus obras para llegar a sus potenciales compradores. Las administraciones públicas, espoleadas por la presión de los artistas locales, se esforzaron por crearlos. Pero hacia mediados del siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial, las cosas cambiaron. El mercado del arte contemporáneo comenzó a crecer con una vitalidad inesperada. Muchas kunsthalles languidecieron o murieron (como languidecieron o murieron la mayoría de los círculos artísticos de nuestras capitales de provincia). Hoy los operadores del mercado (galeristas, dealers, casas de subasta, inversores, asesores, curators, comunicadores, etc.) forman un sistema que ejerce un dominio absoluto e indisputado sobre todos los sectores del arte contemporáneo. Las kunsthalles que sobreviven lo hacen, o bien porque se han convertido de hecho en museos, o bien porque actuan en resonancia con las estrategias del mercado.

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No hay experiencia sin memoria individual, colectiva, biológica e histórica

Los museos son instituciones más antiguas y obedecen a otros propósitos. Como tantas cosas buenas del mundo de hoy, son hijos de la Ilustración. En su origen encontramos dos rasgos básicos. El primero es la colección: un museo es una institución creada para conservar obras de arte. El segundo es su finalidad: el deleite y la educación del público. Del público en general; insisto en ello. Estos dos rasgos están interrelacionados. Las esculturas y pinturas que el museo conserva son objetos materiales, pero la razón por la que los conserva no reside en su materialidad, sino en sus funciones simbólicas. Esas mismas funciones son las que dan a la obra de arte el potencial educativo que justifica la existencia de los museos y el carácter público que siempre han ostentado. Los museos fueron creados para satisfacer un interés público general. Es aquí donde reside su diferencia decisiva respecto de las kunsthalles, cuyo propósito principal es defender los intereses de un grupo particular de ciudadanos.

Ambos propósitos son legítimos, por supuesto. Pero son diferentes. No hay nada que objetar a que el Estado atienda al fomento del arte contemporáneo para complementar y corregir las rigideces del mercado. Pero los museos fueron creados para otra cosa. Su organización, sus profesionales, su manera de trabajar, obedecen a otros fines. Cuando se ponen al servicio del sistema del arte contemporáneo esos fines se menoscaban. Por otra parte, si de lo que se trata es de ayudar a los artistas contemporáneos, hay maneras mucho más eficientes y económicas de hacerlo. Me limitaré a recordar un dato. La exposición que desencadenó la crisis del MACBA tenía, según dijo la prensa, un presupuesto de 250.000 euros. ¿Cuántas becas anuales para jóvenes artistas podrían haberse dado con ese dinero? (El presupuesto anual del MACBA, por cierto, es del orden de 6 a 8 millones, si no me equivoco)

Todo viene, quizá, de un error básico. Nos hemos acostumbrado, pero la denominación misma, “museo de arte contemporáneo”, tiene algo de chocante y contrario al sentido común. Y la verdad es que la institución, tal como se la concibe y practica habitualmente, atenta contra la esencia más profunda de la creación artística y de la experiencia del arte.

Un museo de arte contemporáneo sería como una máquina de tiempo sin tiempo que recorrer,

Picasso decía que cuando empezaba un cuadro no sabía lo que iba a salir: “si lo supiera de antemano no me tomaría el trabajo de pintarlo”. Las grandes obras de arte suponen un viaje hacia lo desconocido. Su vocación no es responder a las exigencias de su presente, sino ofrecerse, como un pasado siempre vivo y abierto, a las generaciones futuras. En un artículo reciente (una reflexión escrita, imagino, al hilo de la crisis del MACBA) Xavier Antich recordaba a Dewey. El arte cumple su propósito cuando se integra en nuestra experiencia y la enriquece. Es verdad. Pero no hay experiencia sin memoria. Individual y colectiva, biológica e histórica. El valor formativo que los filósofos de la Ilustración atribuían al Partenón, a las Odas de Horacio, Hamlet, el David de Miguel Angel o la Transfiguración de Rafael, viene de que esas creaciones del pasado nos permiten vivir experiencias que el presente y la memoria biológica no nos deparan.

Los museos son máquinas de tiempo que nos permiten acceder a unos depósitos de imaginación, sabiduría, inteligencia y emoción que su creador, en primer lugar, y la historia, a continuación, han ido acumulando a lo largo de los siglos en las obras de arte. Trenes que suben y bajan constantemente a lo largo de un curso profundo que enlaza el pasado con el futuro y que es, en definitiva, la substancia con la que hilamos nuestra conciencia de hombres civilizados. Un museo de arte contemporáneo sería como una máquina de tiempo sin tiempo que recorrer, un tren diseñado y fabricado para no salir nunca de la estación de partida. Por mucho que reluzca el día de la inauguración ¿cómo no va a tener problemas en cuanto pasen unos años?

Tomás Llorens es historiador del arte y exdirector del Reina Sofía.

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