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Columna
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Este vendaval

Cuánta certeza chiquita hay en las grandes palabras que escuchamos a diario en la vida política nacional

Juan Cruz

En caso de duda, decía Augusto Delkáder, haz periodismo. En caso de duda, me permito añadir, lean poesía. Miren lo que escribe José Manuel Caballero Bonald (88 años, jerezano, testigo de la vida, anarquista acaso, ciudadano) en su último libro, Desaprendizajes (Seix Barral): “Hartos impartidores de verdades se juntan de continuo en los podios del discernimiento, allí donde se dilucidan las más conspicuas tramas de lo nunca dudoso. Qué palabra inhumana la palabra certeza”.

Uf. Es así, no sólo porque lo diga el maestro en el arte de combinar la idea con lo que hay dentro de la palabra, pero sí es verdad: cuánta certeza chiquita hay en las grandes palabras que escuchamos a diario en este periódico gratuito en que se ha convertido la vida nacional. Cada día la primera página de ese diario consiste, como adivinaba Peter Handke, en respuestas a interrogatorios falsos en los que seres infatuados engolan la voz para decirse imprescindibles. Ante cualquier pregunta, la misma respuesta; ante cualquier avatar “versátil y azaroso”, como dice el maestro, el mismo compungido rostro del que (o de la que) se siente el ombligo del mundo.

Nos están ahogando con la importancia; los ministros dicen su importancia, los líderes políticos se presentan como autores de sí mismos, y proclaman su importancia como si después de ellos, que en algunos casos han traído el diluvio, viniera precisamente el peor aguacero. Lo peor de todo es la importancia; es decir, ese engreimiento que reside en la nariz despectiva de quienes se presentan como salvadores de la patria, cuando en realidad son los culpables de que la patria esté dañada.

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Pienso en la certeza, esa “palabra inhumana” de la que escribe Caballero Bonald. En el discurso político de cada día, esa certeza es la que lleva a hablar maravillas de los propios y a denostar cualquier idea de los ajenos; así, esa falacia mental de buenos y malos que dio origen a los chispazos que fueron guerras en el pasado vuelven a instalarse, en democracia, como un pinchazo cotidiano en la vena más sensible de la nación. Manuela Mena, acostumbrada a trabajar con Goya, el pintor de batallas, decía aquí el otro día que haría falta un ministerio de la concordia nacional; existió un día, en la mente de los españoles, pero abandonaron el intento cuando el grito insultón sustituyó a la pulsión del acuerdo.

Lo peor es la certeza, pero en este vendaval que vivimos ayuda a desear otra conversación, otro tono, la maldita costumbre de no responder. No responden los que están en el poder, responden a medias, y de malas maneras, los que aspiran a tenerlo, como si fuera de cristal su vajilla de ideas; y, en general, se desprecian las preguntas (y se silencian) porque los que son responsables, es decir, sujetos de respuestas, prefieren embarrar el campo de juego que jugar limpio su parte de la disputa.

Caballero Bonald tiene reflexión sobre eso, en el capítulo del libro titulado, precisamente: Sobre la eficacia de la duda. Dice el poeta: “Pero aquí no hay respuestas, sólo preguntas imprecisas, volubles, provisorias. Nada es palmario ni veraz, todo es versátil y azaroso”. Ahora estamos en medio de un vendaval; aunque desde la infatuada certeza nos digan otras cosas los versátiles y azarosos protagonistas del retablo de ibéricos.

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