Jaque a Dilma
Rousseff necesita carisma, sagacidad y sacrificio para enfrentarse al desencanto de millones de brasileños
A tan solo cinco meses de su reelección, la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, recibió el domingo un durísimo voto de castigo en las calles de las principales ciudades del país. Cientos de miles de manifestantes le exigieron un cambio de rumbo en lo que se considera la mayor marcha de protesta desde finales de la dictadura militar.
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Fue, en cierto modo, el segundo aviso —tras las marchas de junio de 2013— de una sociedad en crisis de confianza, y sobre todo de expectativas: nuevas clases medias, convocadas más por las redes sociales que por unos líderes opositores que optaron por esperar y ver, plurales y sin banderas de partidos, luciendo mayoritariamente los colores de la selección nacional de fútbol y cantando “que nos devuelvan Brasil” y “no somos la élite, no somos de derechas: somos Brasil”.
Comprender en su complejidad el desencanto y la frustración de millones de brasileños debe ser el primer paso de Rousseff para salir de su aislamiento —desconectada de la calle, del Congreso y de su propio partido— y recuperar la iniciativa por el camino de las reformas.
No va a ser fácil. Exigirá carisma, sagacidad y sacrificios. Brasil está desde hace casi dos años en una tormenta perfecta: frenazo económico, corrupción política y bloqueo institucional. Atrás han quedado las dos décadas prodigiosas que protagonizaron los expresidentes Henrique Cardoso y Lula da Silva, cuando 30 millones de brasileños salieron de la pobreza y el tirón de la demanda china estimulaba un crecimiento que llegó al 7,5% del PIB en 2010, fluían los créditos baratos al consumo y se extendían las políticas asistenciales. Hoy, Brasil coquetea con la recesión, el crecimiento apenas roza el 1% y la inflación, el dragón de la economía, escala hasta el 7,7%.
No es mejor el panorama político, sacudido por escándalos de corrupción como la gigantesca trama de sobornos en Petrobras que ha llevado a decenas de diputados, funcionarios y empresarios a prisión o al banquillo. Tampoco ayuda un Congreso dominado y desprestigiado por los intereses tácticos de un sinfín de pequeños partidos ni una Administración mastodóntica, cara, ineficiente e intervencionista en manos de 39 ministros.
No está en juego la renuncia o destitución de la presidenta —con escasas posibilidades de prosperar—, sino la salud de la democracia y el bienestar de la gente. Es la hora de la reforma política, del ajuste económico —ya iniciado por el actual titular de Hacienda, el social-liberal Joaquim Levy— y de una decidida lucha contra la corrupción, caiga quien caiga. Es la hora también de las convicciones. Dilma Rousseff ha recibido un doloroso aviso; aún tiene tiempo para corregir el rumbo.
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