El nudo gordiano del laberinto catalán
Habría que tratar de los derechos e intereses de los ciudadanos, y no de los de las naciones
El nacimiento de nuevas soberanías políticas, lo mismo que la disgregación de las ya existentes, son hechos neutros desde la perspectiva de los derechos y el bienestar individual. Resulta como consecuencia inútil discutir sobre las ventajas o inconvenientes para los ciudadanos del mantenimiento de la unidad de España o la independencia de Cataluña. El debate no tiene que ver con los derechos de las personas sino con los de las naciones. Para los nacionalistas, las naciones son sujetos colectivos con derechos e intereses propios al margen y hasta en contra de los de quienes las constituyen. Esa es la pulsión antidemocrática de todo nacionalismo. Una humanidad dividida naturalmente en naciones, plantas de la naturaleza las llamó Herder, cuyo objetivo último sería el de su plena realización como sujetos políticos autónomos, un bien en sí mismo.
El problema surge porque, a pesar de su proclamado origen natural, las naciones no son sino que se imaginan, cuestión de fe más que de razón. Se cree en una nación y no en otra lo mismo que en este dios y no en aquel. Tanto los creyentes religiosos como los nacionalistas están convencidos de que el suyo/suya son verdaderos y los de los demás, invenciones más o menos espurias. Para un nacionalista español, la única nación verdadera es España, Cataluña si acaso una región; para uno catalán, la verdadera es Cataluña, España si acaso un Estado. Pero a diferencia de lo que ocurre con la religión, progresivamente reducida al ámbito de lo privado —pocos son hoy, al menos en el ámbito occidental, los que piden correspondencia entre Estado e identidad religiosa—, la nación se ha convertido en el sujeto político por excelencia de la modernidad y el “a cada nación, su Estado; y a cada Estado, su nación” en uno de los axiomas más indiscutidos del imaginario político contemporáneo.
Se cree en una nación y no en otra lo mismo que en este dios y no en aquel
Este y no otro es el fondo del desencuentro entre el Gobierno español y el catalán. Mientras que para el primero el sujeto de soberanía es la nación española, para el segundo lo es la catalana, igual de naturales y preexistentes a la voluntad de los ciudadanos, tanto la una como la otra. Y no es sólo un problema de Gobiernos sino también de ciudadanos. Son muchos los españoles, probablemente la mayoría, que consideran que el único sujeto político legítimo es España y muchos los catalanes para quienes lo es Cataluña, posiblemente también la mayoría, si consideramos no solo los que en un referéndum votarían a favor de la independencia sino a todos los que creen que el marco de decisión debe de ser Cataluña, no el Ampurdán, España, Europa o cualquier otra supuesta comunidad natural, al margen de cual sea el sentido de su voto.
Escenario endemoniado, consecuencia no de una serie de decisiones azarosas y más o menos desafortunadas, de la reforma del Estatuto al recurso de inconstitucionalidad del PP, sino del éxito del proceso de construcción nacional llevado a cabo por los Gobiernos de la Generalitat y del paralelo fracaso del promovido por los Gobiernos de España. No es un juicio, sólo una constatación. La incapacidad de los Gobiernos de Madrid, socialistas o populares, para argumentar y defender la existencia de la nación española como base de su legitimidad ha sido casi absoluta; la inteligencia y perseverancia de los de Barcelona para argumentar y hacer atractiva la de la catalana, ejemplar. Tanto que una hipotética Cataluña independiente se vería enfrentada al dilema de tener que erigir un monumento al hoy denostado Jordi Pujol como padre de la independencia, sin duda merecido, y finalmente el expresident sólo tendría, en el peor de los casos, las manos manchadas de dinero, y no de sangre como ocurre con la mayoría de los padres de naciones cuyas estatuas ornan calles y plazas a lo largo y ancho del mundo.
Una situación sin duda complicada y frente a la que la respuesta de los dos grandes partidos políticos españoles resulta como poco sorprendente. El partido en el Gobierno se ha limitado a afirmar su voluntad de hacer cumplir la ley y a hacer veladas amenazas con las negativas consecuencias que para los catalanes tendría su separación de España. Una respuesta, la segunda, que ni siquiera merece ser tomada en consideración, no así la primera, correcta, pero que olvida, voluntariamente o no, que el problema no es jurídico sino político: lo que los nacionalistas catalanes están cuestionando no son las leyes sino su fundamento de legitimidad, el sujeto de soberanía para ellos es la nación catalana, no la española. Algo que puede ser ignorado a corto plazo pero no a largo y ni siquiera a medio: si la voluntad de erigirse en sujeto político soberano persiste entre una mayoría de catalanes, la situación acabará volviéndose insostenible y de poco servirá el mantra de hacer cumplir la ley.
La propuesta federal no soluciona el problema sino que lo agrava más
El principal partido de la oposición, el PSOE, ha optado por la que ha sido la respuesta habitual de la izquierda española desde el momento de la Transición, la de más autonomía, que en estos momentos parece concretarse en una reforma constitucional de tipo federal. Propuesta coherente con la trayectoria reciente de este partido, no tanto con la histórica, pero que desde la perspectiva que aquí se está analizando tiene el inconveniente de que no solo no soluciona el problema sino que lo agrava todavía más. Un Gobierno de la Generalitat en manos nacionalistas, con más competencias de las que tiene en estos momentos y con más recursos para llevar a cabo su proyecto de construcción nacional, no parece el mejor camino para el mantenimiento de Estado-nación español, si es este el objetivo que se persigue. Y no cabe lamentarse de falta de lealtad constitucional. La única lealtad de un nacionalista es con su nación, pedirle a uno catalán que no haga todo lo que esté en sus manos para convencer al resto de los catalanes de que no son españoles es algo así como esperar de un misionero católico que no intente convertir a un politeísta con el argumento de que su religión es falsa.
La solución, desde la perspectiva de un razonable agnosticismo sobre el hecho nacional, no pasa por asumir la agenda política nacionalista en torno a si más o menos autogobierno sino por la defensa de una centrada en los derechos de los ciudadanos y no en los de las naciones. La discusión sobre las ventajas e inconvenientes de un modelo federal, por ejemplo, debe y puede plantearse desde lo que es bueno o malo para los españoles, no como respuesta a las demandas de un nacionalismo catalán que razonablemente nunca se va a dar por satisfecho. Su objetivo es la construcción de un Estado-nación catalán, no mayores o menores cuotas de autogobierno o de dinero, por supuesto igual de legítimo o ilegítimo que el de los que defienden el mantenimiento del Estado-nación español.
No es seguro que en estos momentos una agenda política basada en los derechos e intereses de los ciudadanos, no en los de las naciones u otros entes teológicos, sea ya posible pero sí que es la única que permitiría una salida razonable al bucle melancólico de los debates sobre la identidad en los que la sociedad española, a uno y otro lado del Ebro, lleva décadas enfangada.
Tomás Pérez Vejo pertenece al Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.
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