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Tribuna
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Epidemiología de la corrupción

Si el mal se propaga entre los funcionarios, el sistema entrará en colapso

Enrique Gil Calvo

El régimen de la Transición está herido de muerte. Y el agente patógeno que está acabando con su vida no es tanto el deterioro de sus instituciones (Corona, Constitución, sistema electoral, partidos políticos, Estado autonómico) o las amenazas de secesión territorial, sino el contagio virulento de una epidemia incurable de corrupción política: el ébola de la democracia. La tipología de la epidemia es multiforme, afectando a sectores muy diversos. Existe una corrupción de derechas, concentrada en los múltiples cohechos y el tráfico de influencias coprotagonizados por la banca, las grandes empresas y el sector de la construcción y las infraestructuras, siendo su emblema la privatización de los servicios públicos y las puertas giratorias entre la política y el Ibex. Hay otra corrupción de izquierdas, manifestada por la redistribución de fondos públicos entre las redes clientelares de los movimientos sociales afines, por el estilo de los ERE andaluces. Es esta la clase de corrupción en la que también está cayendo el secesionismo nacionalista y en la que podría caer Podemos si algún día llegase al poder.

Y luego está la corrupción centrada o transversal, que afecta por igual a derecha e izquierda, con tres campos de acción. Ante todo, la financiación irregular de los partidos, ese magma ignoto que surge del subsuelo para realimentar el ansia insaciable de una clase política adicta a la mercadotecnia electoral. Después, el suelo inagotable de la política local, donde los eternos caciques de toda la vida se lucran con ese pozo sin fondo del que mana sin tasa el dinero negro procedente del ordenamiento urbanístico y la recalificación de terrenos. Y por último, la corrupción corporativista de los incentivos a la concertación social, como, por ejemplo, los fondos de formación para el empleo (la antigua Forcem), en gran parte procedentes de Bruselas y también de los presupuestos públicos, pero que son clandestinamente desviados fifty fifty hacia las arcas privadas de las patronales y los sindicatos al alimón.

Pero lo más grave de todo es que la infección ha empezado a invadir un tejido que hasta ahora parecía libre del mal. Me refiero a las Administraciones públicas, que acaban de ser señaladas por el dedo acusador de la justicia en el caso Enredadera. Lo cual representa una preocupante novedad, pues revela que el funcionariado está empezando a contagiarse de un mal contra el que se mantenía inmune hasta ahora. En efecto, los datos de Transparency International demuestran dos hechos. Primero, que la creciente corrupción española es de las más altas de Europa. Y segundo, que la práctica del soborno funcionarial es en cambio muy inferior al resto de países europeos. De donde se deduce que hasta ahora esta gangrena democrática se restringía a los partidos, los Ayuntamientos, los empresarios y los sindicatos. Pero que en cambio la ciudadanía y el funcionariado se mantenían a salvo. Por eso el inicio del contagio a los servicios públicos es un anuncio demoledor, pues si la epidemia se propaga a los funcionarios, el sistema entrará en colapso.

Los partidos políticos prefieren ocultar a sus conmilitones
antes que depurarlos

No hay duda de que estamos ante una crisis existencial, pues está en juego el ser o no ser de nuestro sistema. O erradicamos la corrupción, o su efecto degenerativo acabará con nuestra democracia. Por tanto, para poder superar la epidemia, hay que identificar antes sus causas, que son dos relacionadas entre sí. Ante todo, su primera causa es la falta de control y suficiente accountability. Como demuestran los ERE y la corrupción local, la intervención preventiva del Estado no funciona en España, puesto que es incapaz de evitar la excesiva autonomía de la política, que por basarse en la soberanía popular se cree con derecho a infringir la ley con aforada impunidad. La autorregulación no sirve de nada (según revela el caso Monago), pues como hacen demasiados obispos con la pederastia sacerdotal, los partidos prefieren encubrir a sus conmilitones antes que depurarlos. El control a posteriori tampoco funciona, pues el Tribunal de Cuentas es un pasteleo nepotista que ni juzga ni contabiliza. Y sólo queda la Fiscalía Anticorrupción: heroicos bomberos que intentan sofocar incendios con las manos atadas por la escasez de medios.

Por tanto, al saberse libres del suficiente control, los poderes públicos se sienten tentados de violar la legalidad. De ahí que la corrupción se dispare, al ser directamente proporcional a su grado de arbitrariedad discrecional (tal como predice la ecuación de Klitgaard). Y esta falta de control se agravaría si el partido en el poder aprobase su anunciada reforma electoral, primando las mayorías reforzadas.

Pero la causa última de este descontrol es la excesiva politización de nuestras instituciones, como la justicia, las Administraciones públicas o la cultura misma. La justicia está supeditada desde su misma cúspide jerárquica al poder político, que se la reparte en cuotas de lealtad y obediencia debida con obligación de prestar asistencia judicial y devolver favores: de ahí la lentitud, la lenidad y los sobreseimientos, por no hablar del aforamiento, los indultos y la reducción penitenciaria. Y tan grave, pero más decisivo, es que las Administraciones públicas estén secuestradas e intervenidas por los partidos que obtienen el poder, nombrando a sus cargos directivos con el único criterio de su lealtad política. De ahí que, tras aplicar este arcaico spoil system, las Administraciones resulten patrimonializadas por los partidos políticos, que desvían su funcionamiento a su antojo en su propio beneficio político. Esto explica que los funcionarios encargados de controlar la corrupción no se atrevan a hacerlo por temor a ser desplazados o descartados. Y en consecuencia, la necesaria separación entre Gobierno y Estado desaparece, quedando éste okupado y controlado por aquél. Así se produce una perversa inversión de funciones que hace de los cuerpos de altos cargos (como los abogados del Estado) una correa de transmisión de las órdenes dictadas por el partido en el poder para su captura del Estado.

Los ciudadanos no deben encubrir con sus votos a los que
infectan al resto

Finalmente, también la cultura está politizada, alineándose a un lado u otro de las trincheras partidistas. Y no me refiero sólo a los actores, artistas, escritores o músicos que toman partido, sino también a las instituciones culturales que resultan patrimonializadas por el partido en el poder. E igual ocurre con la enseñanza, cuya excesiva politización le impide impartir una auténtica formación cívica al estar intervenida de hecho por el poder. Por no hablar de nuestro sistema mediático, igualmente atrincherado tras su tendenciosa alineación partidista. La consecuencia es que la opinión ciudadana también queda sesgada por su politización partidista, tolerando la corrupción de sus representantes electos con la excusa de que se trata de “uno de los nuestros” (good fellas).

¿Qué hacer? La solución pasa ante todo por la estricta separación entre Gobierno y Estado, prohibiendo las puertas giratorias entre el poder político y la función pública para lograr que ésta sea imparcial e independiente, evitando su politización partidista. Y después, estrictos controles de la corrupción, tanto preventivos ex ante (por la Intervención General del Estado, que debería supervisar también a partidos, sindicatos y demás instituciones públicas) como sancionadores ex post (potenciando la Inspección de Hacienda y la Fiscalía Anticorrupción y refundando otro Tribunal de Cuentas). Pero con ser necesarias, esas medidas no son suficientes, pues además la ciudadanía deberá exigir a sus representantes que arranquen la corrupción de sus filas. Que nunca más los ciudadanos vuelvan a encubrir con sus votos a unos políticos que infectan a los demás su propia corrupción.

Enrique Gil Calvo es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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