El tropiezo del ‘cavallino’ rampante
A las derrotas de Ferrari en los circuitos de fórmula 1 se suma ahora la preocupación por el relevo de Luca Cordero de Montezemolo de la presidencia de la casa tras 23 años
¿Hay algo más italiano que la cerveza Peroni, el agua San Pellegrino, la pasta Garofalo, el arroz Scotti, un modelito de Krizia, la colección de otoño-invierno de Valentino, unas gafas de Fendi o unas discretas gotas de Acqua di Parma detrás de la oreja? La respuesta, en contra de lo que pudiera parecer, es sí, casi todo es ya más italiano que las marcas italianas por excelencia. Porque la cerveza que nació en 1846 con "agua de acueducto" es ahora inglesa, el agua embotellada que ya en los albores del XVI fue a buscar Leonardo Da Vinci es suiza; la pasta y el arroz son de propiedad española; Krizia es china; Fendi, francesa, y Valentino, árabe, como dentro de poco también lo será volar en Alitalia. Si la fuga de Fiat —que ahora tiene la sede legal en Holanda, la residencia fiscal en Londres y la dirección en Estados Unidos— ya supuso a principios de año un golpe al orgullo de Italia, ahora es Ferrari, nada más y nada menos que Ferrari, la que ha encendido el piloto rojo de la autoestima nacional. Y eso son ya palabras mayores.
El problema no es tanto que la escudería Ferrari haya dejado de ser cliente frecuente de los podios de fórmula 1, ni que Fernando Alonso, cada vez más frustrado, amenace con desvelar quién, según él desde dentro, le está haciendo la cama. Malas rachas las tiene todo el mundo, y eso lo saben bien en un país que apenas puede sostener en pie las glorias arquitectónicas del pasado. Pero de ahí a la desamortización del glamur —un anglicismo que significa “encanto sensual que fascina”, o sea, Italia —hay un gran trecho. Se teme que el golpe rápido y mortal que Sergio Marchionne, administrador delegado del grupo Fiat, propietario a su vez del 90% de las acciones de Ferrari, ejecutó hace apenas unos días sobre Luca Cordero de Montezemolo, el presidente durante los últimos 23 años de la Scuderia radicada en Maranello desde 1929, vaya más allá de un simple relevo de poder. Se trata, más bien, de la colisión de dos mundos.
Se teme que los cambios en la directiva acabe con la esencia de la exclusiva marca italiana
Por un lado, el que representa Marchionne, así, a secas, nacido en los Abruzos de padres emigrantes, formado en Canadá y Estados Unidos, tan de aquí como de allí, vestido siempre con un jersey a la caja, jamás con corbata, dispuesto a fajarse con quien se encarte, ya sean sindicatos, accionistas o presidentes del Gobierno. Por otro, el de Luca Cordero Montezemolo, así, todo junto y del tirón, un apellido que proviene del antiguo título familiar, Marchese di Montezemolo, y que también adorna a su tío, el anciano cardenal Andrea, arzobispo de Anglona.
Al contrario que Marchionne, Montezemolo es la elegancia clásica, los trajes a medida, el bronceado justo y con denominación de origen, un pañuelo blanco siempre asomado a la americana y el verbo tranquilo y cortés —incluso en el momento de ser ajusticiado— de quien se sabe heredero de una estirpe en cuyo escudo de armas figura un cavallino rampante. Por simplificar, Marchionne parece pretender que la Ferrari sea una pieza más de un poderoso y multinacional engranaje —el grupo Fiat Chrysler— que el 13 de octubre desembarcará en Wall Street. Montezemolo, en cambio, considera a la Ferrari algo tan único como sus coches, todos distintos entre sí, construidos uno a uno hasta un tope anual de 7.000 en una factoría diseñada por el arquitecto Massimiliano Fuksas con un jardín que es casi un bosque en su interior.
La Ferrari, en Italia, representa un fenómeno curioso. Es algo a lo que muy pocos pueden aspirar, pero de lo que todos se sienten orgullosos. La demostración ante el mundo, aunque en pequeñas dosis, de la excelencia italiana, de ese cruce entre tecnología y artesanía, belleza y velocidad, potencia y elegancia, raíces y universalidad, un sueño completamente italiano del que, temen, Sergio Marchionne los pueda despertar. Según explicó el periodista Stefano Feltri durante la emisión que el programa Petrolio, de la RAI, dedicó a la transición en Ferrari, “sería muy arriesgado desligar la empresa de Maranello [en la provincia de Módena, región de Emilia-Romaña], del lugar donde nació, donde hacen las pruebas los pilotos, donde está el mito de la fórmula 1. Aunque está claro que Sergio Marchionne no tiene el perfil del hombre sensible a la delicadeza de la Ferrari, tampoco debe tener ningún interés en destruir un marco tan apreciado”.
El caso es que, a pesar de que la marca sigue siendo muy rentable —no hay crisis que perturbe a los ricos muy ricos—, se respira un ambiente de zafarrancho que, ya sea por casualidad o no, se respira también en la tienda de Ferrari en Roma, casi en la esquina de Vía del Corso con Vía Condotti. Se están liquidando todas las existencias, desde las gomas de borrar de tres euros a un motor de fórmula 1 por 43.000 euros, y los empleados dicen no saber si será para cerrarla definitivamente o para reformarla.
Lo que sí parece seguro es que el próximo 13 de octubre, cuando Luca Cordero de Montezemolo deje oficialmente en manos de Sergio Marchionne los designios de Ferrari, una pieza más del exclusivo tablero de ajedrez italiano, donde cada pieza surgió del esfuerzo y el gusto de un viejo emprendedor, recibirá el jaque a su italianidad. Peroni, San Pellegrino, Krizia, Fendi o Valentino ya son solo el afiche italiano de una película de éxito que murió con el color. Ahora le toca a Ferrari. Nada más y nada menos que a Ferrari.
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