Desarraigo
Una mujer en el metro, con una maleta. Cinco o seis esta semana y otras cinco o seis la semana pasada. Viajan dentro de la ciudad
Una mujer en el metro, con una maleta. Cinco o seis esta semana, y otras cinco o seis, la semana pasada. Viajan dentro de la ciudad. Quizá han estado 15 días con un primo y ahora van a pasar dos meses en casa de una tía. Tal vez han encontrado una habitación más barata en otro barrio, al que se dirigen ahora. No siempre, pero con alguna frecuencia, llevan a un niño o una niña de la mano libre. El brazo de la maleta parece una extensión del suyo. Maletas como prótesis, de tela, a punto de reventar y eviscerarse por la línea de la cremallera. En su interior, revuelta con la ropa íntima, la sartén, el cazo, las fotos familiares, se agita una historia familiar de desarraigo.
Vienen de lejos, de lugares a los que muchos de nosotros hemos viajado y de los que hemos vuelto porque tenemos ese superpoder que proporciona el dinero. Hemos hecho turismo en los países de los que ellas vienen. Cuando vuelvan, si vuelven después de haber servido diez o doce millones de cafés, quinientos mil gin-tonics y doscientos mil platos del menú del día, serán turistas en su casa. Aquí son mujeres que van de un lado a otro, en el metro, con una maleta. Han recorrido todas las líneas, podrían recitar el nombre de las estaciones como una oración desesperada. Valdeacederas, Tetuán, Cuatro Caminos, Avenida de América. Quintana, Pueblo Nuevo… En las estaciones donde no hay ascensor o las escaleras mecánicas están estropeadas, suben y bajan las maletas con la naturalidad con la que suben o bajan sus riñones, su corazón, su páncreas. Son un Estado dentro del Estado, una nación encapsulada en la nación. Dueñas de una corporeidad categórica, apenas las vemos, pendientes como vamos de nuestro propio ombligo. En el metro, mujeres con maleta.
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