Política para un nuevo pacto
Una reforma pactada de la Constitución resolvería el encaje de Cataluña en España
En una de sus más célebres y profundas intervenciones en las Cortes, Manuel Azaña nos enseñó que cuando un problema —sea cual sea su índole o naturaleza— “adquiere la forma, el tamaño, el volumen y la línea de un problema político, entonces es cuando este entra en los medios y en la capacidad y en el deber de un legislador o de un gobernante”. Creo que, a estas alturas, nadie duda de que tenemos un problema y no uno cualquiera. Es un problema esencial, formidable, porque afecta a la integridad misma del Estado.
Si llamamos a las cosas por su nombre, lo que hoy se está planteando por algunos es la ruptura del Estado y eso altera la idea misma de lo que es España. Y la cuestión es si la definición futura de esa comunidad de vida que generaciones y generaciones de hombres y mujeres han creado con su esfuerzo, con su trabajo, con sus sueños y sus frustraciones, a la que han llamado España y han logrado que así sea conocida y reconocida en la comunidad internacional, puede quedar en manos de una parte sola de las que la integran o deben hacerlo todas ellas.
Algunos de los partidos políticos catalanes y, lo que es más relevante, la propia Generalitat de Cataluña han defendido, primero en términos políticos y ahora en términos también jurídicos, que lo que sea Cataluña solo les compete a ellos aunque con sus decisiones afecten al hoy y al mañana del conjunto de los españoles entre los que ellos mismos se encuentran.
Para hacerlo, el presidente Mas y las fuerzas políticas que le apoyan han desarrollado un proceso lleno de juegos de palabras para aparentar que respetaban la legalidad cuando buscaban suplantarla: ha sido el período de “consulta” en vez de referéndum, ha sido la defensa del “derecho a decidir” en vez de la autodeterminación, ha sido la oscilación calculada entre la llamada a la “desobediencia civil” y el “se hará conforme a la legalidad”. Solo unas horas antes de que el Parlamento de Cataluña aprobase la ley de consultas, Artur Mas reconoció que, efectivamente, se trataba de dar el paso a la autodeterminación.
El Estado de las autonomías necesita una actualización de las previsiones constitucionales que incorpore una perspectiva federal
No hace falta más para captar la dimensión del desafío: es el primero y más grave, el principal problema político que debemos afrontar. Es la hora, pues, como apuntaba Azaña, del legislador y el gobernante, es decir, de la ley y la política y, como él añadía, tanto da si es fácil o difícil hacerlo.
Primero, la ley. Todos sabemos, incluidos los promotores de la iniciativa, que el proceso en que se han metido no cabe en la Constitución porque viola la soberanía que, en forma indivisible, corresponde al conjunto de los españoles.
Desde luego, el Partido Socialista así lo piensa y, por ello, ha dicho, una y otra vez, que comparte la posición del Gobierno que incluye la impugnación de la ley de consultas y la convocatoria que, sobre sus disposiciones, hará el presidente de la Generalitat y también la adopción de las medidas y disposiciones necesarias para que la consulta en cuestión no se realice. Creemos que esa es la obligación del Gobierno porque la Constitución a todos nos ampara pero a todos nos compromete. Y el PSOE mantiene vivo su compromiso con la Constitución.
Pero todos nos engañaríamos si pensásemos que, con esto, hemos arreglado todo.
El proceso de autodeterminación viola la unidad de soberanía española
No será así. Después de un 9-N sin consulta, habrá que hacer frente a sentimientos nuevos que se expresarán en Cataluña: frustración, enojo, desánimo, resistencia incluso; también, esperanza y alivio. Son sentimientos que afectarán a todas las dimensiones de la vida social, no solo a la política, y cuyos efectos se notarán no solo en Cataluña sino en el conjunto de España. Nuestra obligación colectiva es conocerlos y atenderlos para que no dañen el sistema de convivencia y bienestar que la Constitución diseñó.
Y habrá que hacer frente, también, a los numerosos síntomas de que son muy reales las disfunciones, insuficiencias y obsolescencias del sistema político que inició la Constitución: tiene una crisis de crecimiento que también hay que conocer y atender.
En medio del silencio general, el Partido Socialista viene insistiendo desde hace meses y meses que la respuesta a nuestros problemas esenciales, incluida la articulación de Cataluña, hay que encontrarla en una reforma pactada de la Constitución. Y creemos que hay razones y oportunidades para hacerlo.
Es verdad que hay quien se crispa ante la idea de que esa reforma se hace por y para Cataluña. Si así fuese, también estaría justificada, siempre que no produjese agravios o discriminaciones, porque el Partido Socialista —y con él, estoy seguro, millones de españoles— no concibe, ni quiere, una España sin Cataluña y tampoco una Cataluña en España con sensación de incomodidad, de incomprensión, de insatisfacción.
Pero no es el caso: el Estado de las autonomías necesita una actualización de las previsiones constitucionales que incorpore una perspectiva federal, asigne claramente competencias, asegure una financiación previsible y suficiente, reforme profundamente la composición y las funciones del Senado, reconozca las singularidades de algunas comunidades, promueva la lealtad recíproca, y garantice iguales derechos a los ciudadanos.
Si estas son razones suficientes para plantear una reforma de la Constitución que las haga posibles y que contribuya, así, a prorrogar en el tiempo el éxito que suponen estos 36 años últimos, deberíamos aprovechar la ocasión para atender, al tiempo, algunas otras urgencias. Necesitamos un nuevo impulso a nuestra democracia, que la profundice y la extienda, que fomente la participación ciudadana, revitalice el Parlamento, mejore la representatividad de los electos, reduzca los aforamientos y asegure la independencia de la Justicia. También, por cierto, que reconozca y extraiga las oportunas consecuencias de nuestra pertenencia a la Unión Europea
Y necesitamos actualizar el catálogo de derechos y libertades de los ciudadanos: para reconocer las nuevas formas de familia, suprimir definitivamente la pena de muerte, hacer de la protección de la salud un derecho real y efectivo, tutelar en serio el derecho al trabajo y a la vivienda, garantizar el compromiso efectivo de los poderes públicos con las políticas sociales que cristalizan el Estado de bienestar. Esta es la reforma de la Constitución en la que los socialistas pensamos.
Sabemos que no es partir de cero, porque no lo queremos. Y sabemos, igualmente, que esta es nuestra propuesta y solo la nuestra que, en consecuencia, no tiene por qué ser compartida por todos, por lo que el resultado será el que entre todos acordemos.
No es una lista de condiciones previas. Es una propuesta que, en un ejercicio de responsabilidad, dirigimos a todos para comenzar a trabajar con lealtad y con la voluntad de, mediante encuentros y renuncias mutuas, alcanzar un acuerdo.
Hasta ahora, hemos estado solos. Y en esta dimensión es en la que echamos de menos al gobernante, a la política. Creemos que el presidente del Gobierno ha guardado silencio durante demasiado tiempo; creemos que no puede seguir sosteniendo que su obligación se limita al cumplimiento de la Constitución. También le corresponde posibilitar, con su mayoría, un pacto nuevo que satisfaga esas necesidades y algunas otras.
En unas semanas, Mariano Rajoy habrá demostrado que el Estado no admite desafíos. Bien. Ahora debe demostrar que es capaz de trabajar por el futuro y no solo por su mantenimiento. El Partido Socialista está convencido de que no podemos esperar más, de que no podemos seguir quietos. Y en el diseño y la construcción de ese futuro estaremos, de nuevo, comprometidos. Y daremos pasos para facilitarlo y hacer posible un nuevo pacto, un nuevo acuerdo de convivencia. Y este sí será sometido a refrendo de todos los ciudadanos.
Pedro Sánchez es secretario general del PSOE
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