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Columna
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Agosto

Siempre que llega este mes me acuerdo de mi padre y de lo que le sucedió un verano cuando todavía era un niño inocente

Julio Llamazares

Siempre que llega este mes me acuerdo de mi padre y de lo que le sucedió un verano cuando todavía era un niño inocente.

A cambio de ayudar a sus padres a trillar, una labor penosa donde las haya y más en aquellos tiempos en los que la mecanización del campo no había empezado aún, mi abuelo le prometió comprarle una gaseosa el día de la fiesta, que entonces era la novedad (hablo de los años treinta).

Mi padre se pasó todo agosto trabajando con los suyos y, al acabar la trilla, mi abuelo cumplió su palabra. Lo llevó al bar de la aldea, le compró la gaseosa prometida y se dispuso a ver cómo disfrutaba de ella. Pero la cosa no sucedió como ellos pensaban.

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Según contaba mi padre, que se reía, al hacerlo, de su inocencia, entre la fuerza de la gaseosa, que no esperaba, y la emoción que sentía empezó a llorar y la botella se le derramó al completo, con lo que su alegría se trocó en decepción. Tanta como para recordar aún aquella historia de la gaseosa cuando yo ya tenía la edad de él cuando sucedió.

La anécdota de mi padre y de su gaseosa, que he recordado más de una vez, es para mí desde que la escuché la imagen del mes de agosto, este mes que la gente espera con emoción durante todo el año para acabar dejándolo irse en muchos casos sin disfrutarlo.

Por eso yo guardo en mi casa de veraneo botellas de gaseosa que me lo recuerden y, cuando en el calendario aparece agosto, me prometo solemnemente a mí mismo aprovecharlo hasta el último minuto para que la emoción no se convierta en decepción por haber dejado que se perdiese como le ocurrió a mi padre con su gaseosa.

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