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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Trabajo y pobreza

La inversión social para la infancia en España es la mitad de la media europea

Josep Ramoneda

La lluvia de cifras sobre la desigualdad y la pobreza es incesante. Esta última semana hemos sabido que, en España, más de dos millones de niños y uno de cada cinco hogares viven en la pobreza (fuente: Unicef), y que desde 2004 se ha duplicado el porcentaje de sueldos iguales o inferiores al salario mínimo (del 6% al 12,25%, fuente: INE), colocándose a la cola de Europa, solo superada por Grecia y Rumania, en exclusión laboral. Las cifras enfrían los mensajes. Cuesta ver detrás de ellas las miradas de los niños, el desasosiego de los padres, la violencia interfamiliar creciente cuando los abuelos se convierten en el último reducto y la miseria genera relaciones insostenibles, la pérdida de perspectiva de futuro, la humillación permanente, la sórdida conflictividad de unas vidas sin salida. La extensión de la pobreza no es solo un signo de fractura social, sino también moral y política.

La desigualdad es enormemente cara para un país, no solo porque cuesta dinero (se pierde talento y potencial humano, resta capacidad a la acción compartida y genera costes sociales), sino porque destruye las bases de la convivencia: el respeto y el reconocimiento mutuo. Sin embargo, está muy ausente de la agenda pública. Los gobernantes o niegan la información u optan por el silencio y la inacción. La inversión social para la infancia en España es la mitad de la media europea. La pobreza es una emergencia, pero no es una prioridad del Gobierno. No es admisible que se trate como una cuestión de caridad y se busque transferir la responsabilidad a las familias y a las organizaciones sociales.

La extensión de la pobreza no es solo un signo de fractura social, sino también moral y política.
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Los más cínicos dirán que la desigualdad es un éxito de las políticas en curso: la devaluación salarial funciona. Viva la competitividad. Sin embargo, deberían comprender que el sistema pierde legitimidad cuando trabajar no alcanza para ganarse la vida. ¿Qué hacer cuando sabemos que muchos ciudadanos no volverán a tener empleo o si lo consiguen no les sacará de la marginación? Los gobernantes dicen que su prioridad es la lucha contra el paro, como si pobreza y desigualdad fueran simples epifenómenos de este. La utopía de volver a la plena ocupación salva el mito de la redención por el trabajo y evita afrontar la conversión de este en un bien escaso. Zygmunt Bauman describe los cuatro tópicos sobre los que se asienta esta política: el crecimiento es la base del bienestar; un consumo en expansión estimula el deseo y favorece la felicidad; la desigualdad humana es natural; la competencia es condición suficiente para la justicia social. Pero la pobreza y la desigualdad siguen allí. Y el nuevo mito redentor es el emprendedor, implacable explotador de sí mismo. Ciertamente, la utopía ha cambiado de lado. Los movimientos emancipatorios piden límites para salvar la dignidad humana, los que mandan creen que todo es posible. Como dice André Glucksmann, “alentando la ansiedad, la política se hace reaccionaria”. 

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