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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La refundación de Europa

Las elecciones permitirán hacer un balance de los daños causados por la austeridad y por la élite burocrática. También deben mejorar el diseño institucional, igualando la legitimidad entre el Parlamento y el Consejo

Manuel Sanchis
EDUARDO ESTRADA

Las elecciones del domingo marcarán un antes y un después en la construcción europea porque tienen lugar en un contexto inédito. Primero, porque el Consejo Europeo nombrará al futuro presidente de la Comisión entre los cabezas de lista más votados, y, aunque esta decisión sea discrecional, si los jefes de Estado y de Gobierno no lo hiciesen, les resultaría muy difícil de explicar a sus opiniones públicas. Esta mayor legitimidad democrática del futuro presidente de la Comisión evitará que, a diferencia de lo que ahora ocurre, la voz de Europa sea silenciada en los Consejos Europeos.

Y segundo, porque por primera vez las elecciones pivotarán sobre asuntos sólidamente anclados en la opinión pública europea —política de inmigración, quebrantos del euro y crisis en Ucrania—, lo que nos permitirá tomar conciencia de que tenemos muchas más convicciones e intereses compartidos por los que luchar de lo que creemos. Construir una opinión pública europea de manera discursiva, que no niegue las distintas opiniones públicas nacionales sino que coexista con ellas, es fundamental para que estas elecciones incluyan a todos los ciudadanos en los procesos de toma de decisiones políticas y, al mismo tiempo, reflejen fielmente la voluntad de los ciudadanos en la construcción política de Europa.

Ser europeo, como afirma Tony Judt, “no presupone especialmente ninguna ausencia de sentimiento nacional propiamente dicho, […]no implica poner en entredicho a tus conciudadanos” (Taurus, 2013), pues son las mismas personas las que juegan el doble papel de ciudadanos de la Unión y de cada uno de sus Estados. Sin embargo, las élites burocrático-políticas se han parapetado hasta ahora tras la idea ilusoria de que no existe un pueblo europeo para imponernos sus dictados desde la tramoya del Consejo Europeo. Esto debería movernos a votar a fuerzas políticas que sean nítidamente europeístas porque, además de contribuir a legitimar las leyes europeas, serviría para desarbolar las argumentaciones falaces del euroescepticismo y del nacionalismo rampante que hoy florecen en Europa. No olvidemos que la “idea europea”, como nos recuerda Henri Brugmans, primer rector del Colegio de Europa, “se opone directamente al nacionalismo” (De Tempel, 1970); añadiría que a cualquier nacionalismo, incluidos los locales.

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Los pueblos del sur rechazan con furia el ayuno de saco y ceniza impuesto por el centro

Hemos construido una Europa a dos velocidades, con avances limitados en los ámbitos político e institucional, pero con barra libre para la circulación de capitales y la unificación monetaria. Este desequilibrante sesgo a favor de lo monetario-financiero explica el desencanto que sentimos ante una construcción europea que, de acuerdo con François Hollande, ha sido “diseñada más bien como un gran mercado que como un gran proyecto [Y QUE]ha acabado representando el liberalismo para los ciudadanos” (Paidós, 2012). Un gran mercado que se agrieta, vista la fragmentación de la eurozona y la renacionalización de algunas políticas que hasta hace bien poco estaban sólidamente ancladas en la Unión.

Las elecciones permitirán hacer balance de los destrozos económicos provocados por el euro en términos de austeridad, mayor pobreza y desigualdades sociales. Pero también sobre los estragos políticos perpetrados por las élites tecno-burocráticas que, a pesar de los magros resultados económicos que han cosechado, han pretendido legitimar medidas draconianas sin pasar por los Parlamentos nacionales, utilizando como subterfugio el inminente apocalipsis financiero para vulnerar las reglas que legitiman cualquier decisión política en democracia.

Esta situación ha alimentado una enorme indignación y resentimiento entre los periféricos, no menor que la de nuestros compatriotas europeos de los países centrales. La mirada torva del europeo hacia sus instituciones se ha convertido ahora en un airado rechazo hacia este nuevo despotismo ilustrado. Los europeos del centro toleran, con gran hartazgo y a duras penas, las medidas de apoyo hacia el sur. Mientras, los desgobernados pueblos del sur rechazan con furia el ayuno de saco y ceniza al que han sido sometidos por los países del centro, alentando así el euroescepticismo en toda la Unión. La imposición del dominio alemán sobre Europa es inaceptable porque ésta siempre se ha construido mediante el diálogo entre pares y en un marco institucional de soberanía compartida, nunca mediante la coacción y el diktat del Estado que tiene más fuerza.

Los que amamos Europa debemos refundarla sobre lo que constituye su columna vertebral: una unidad cultural que respeta los valores humanos, las grandes ideas humanistas, un ideal de civilización compartido. Así lo percibe también Harold C. Raley: “Históricamente el europeo ha vivido en compromiso personal con grandes ideas: el cristianismo, la conquista, la colonización, la Razón, el Arte, la ciencia. No puede vivir si sus energías no están al servicio de algún ideal transcendente” (Biblioteca de la Revista de Occidente, 1977).

Además de armonizar las economías, se deben equilibrar los niveles de vida de cada pueblo

El primer gran logro de Europa ha consistido en configurarse como un lugar histórico-geográfico con una cultura común trenzada por distintas culturas nacionales. No como mera amalgama de culturas nacionales yuxtapuestas y sin argamasa, sino como un faro de luz democrática, de libertad y derechos humanos, y de defensa de la dignidad humana. Un marco cultural y de convicciones políticas distinto del americano y con ramificaciones en los ámbitos económico y social. El segundo es el progreso material nacido de la cooperación económica entre Estados-nación orientados hacia la paz, es decir, civilizados y despojados de su carácter autoritario y violento. El tercero queda reflejado en el entramado institucional que da vida a una entidad política no estatista en la que, sin ejercer el derecho soberano a la violencia, la aplicación de la justicia y la protección de las libertades están sometidas a la primacía del derecho comunitario sobre el nacional. En esto último consiste lo específico y la mayor innovación política del proyecto europeo.

Nuestra Europa es una comunidad política multinivel compuesta por Estados-nación donde, además de armonizar las economías mediante reglas acordadas en común, se deben equilibrar también los niveles de vida de cada pueblo. Además, la soberanía europea está dividida: se inicia en los pueblos de los Estados nacionales, pero se desplaza hacia los ciudadanos de la Unión. No se trata, pues, de una soberanía compartida entre Estados, o entre los Estados y la Unión, sino entre pueblos de los Estados y ciudadanos de la Unión. Esta nueva comunidad federalizante y desestatalizada no impide que los Estados estén políticamente legitimados, pues, como subraya Habermas, “los ciudadanos de Europa tienen buenas razones para que el propio Estado nacional siga desempeñando […]el papel constitucional de garante del derecho y de la libertad” (PUF, 2012).

Urge reequilibrar el peso excesivo del Consejo Europeo. La igualdad de derechos entre pueblos de Estados-nación y ciudadanos de la Unión, debe tener su correlato institucional en una igualación de la legitimidad democrática entre el Parlamento Europeo y el Consejo Europeo. Esta comunidad política federalizante tan peculiar que llamamos Europa nos obliga a distinguir, por un lado, entre nuestro papel como miembros de un pueblo europeo y como ciudadanos de la Unión; y, por otro, exige una solidaridad de hecho entre ciudadanos de la Unión que queremos hacernos cargo unos de otros.

Los que amamos Europa debemos terminar con la mente escindida entre el entusiasmo de los pueblos de los Estados cuando sus Gobiernos sacan provecho nacional a la salida del Consejo de Ministros —manipulando así, los instintos protervos que anidan en las masas— y el desinterés de los ciudadanos de la Unión cuando el Parlamento Europeo toma decisiones políticas que claramente les benefician, como la directiva europea (1993) que ha permitido declarar ilegal la ley española de hipotecas, el Informe Podimata (2011) que aprobó una tasa genuina sobre las transacciones financieras —no la escuálida de los 11 Estados— o el reciente apoyo del Parlamento Europeo a una Unión Bancaria que probablemente los Estados diluirán.

Manuel Sanchis i Marco es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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