La frágil ‘pax’ carioca
El Gobierno de Brasil se afana en apaciguar las favelas ante el inminente Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos de 2016. Pero los problemas sociales y la marginalidad no cesan
La favela se levanta con timidez. Solo unas 40 personas han acudido a una protesta contra el desalojo de algunos de sus residentes. Por miedo, quizás. Estamos en la favela original, la primera de todas: hay gente viviendo en el Morro da Providência desde 1897, mucho antes que en numerosos barrios de Río de Janeiro. Los primeros residentes, veteranos de guerra, se instalaron aquí para trabajar en el cercano puerto, hoy prácticamente abandonado. Y precisamente para “regenerar” la zona portuaria, el Ayuntamiento está decidido a instalar un teleférico que conecte la base del asentamiento con su punto más alto, a más de 80 metros de altura: una obra de 16 coches, tres estaciones y 29 millones de euros. Y, lo que es más importante: 670 familias que se enfrentan a un desalojo inminente para hacer sitio a la infraestructura. Ninguna de ellas ha sido consultada; todas han de recibir –se supone– una vivienda, en teoría equivalente.
La riqueza y la pobreza de Brasil pueden advertirse de un vistazo en una ciudad como Río de Janeiro. Junto al mar, los barrios de clase media y alta; trepando por los cerros de granito que enmarcan la bahía de Guanabara, las chabolas. Los turistas que mojan sus pies en las playas de Copacabana, Ipanema o Leblon solo tienen que levantar la vista para observar la pobreza que late en la lejanía y al Cristo del Corcovado, que parece mirarlo todo con incredulidad. En esta ciudad, la segunda de Brasil, 1,7 millones de personas viven en infraviviendas: casi un 15% de la población. Rocinha, Dona Marta, Complexo do Alemão, centenas de manchas oscuras en el mapa con abigarradas calles sin nombre. Y es ésta ciudad la que va a albergar la final del Mundial de Fútbol, en julio de este año, y los Juegos Olímpicos de 2016.
Durante décadas, los cerros fueron territorios sin ley en manos de las mafias y, luego, del narcotráfico. Pero la creciente violencia y la necesidad de adecentar la ciudad para los visitantes internacionales llevaron al Gobierno del estado de Río a crear las Unidades de Policía Pacificadora (UPP), una rama de la policía dedicada exclusivamente a intervenir en las áreas más peligrosas. Tras grandes operaciones, profusamente orquestadas para los medios de comunicación, las UPP han logrado apaciguar 28 asentamientos chabolistas. En muchos de ellos los narcotraficantes no opusieron resistencia alguna. Alertados de antemano de la intervención policial, simplemente huyeron a otros barrios más alejados del centro.
Pero a pesar de las buenas palabras e intenciones, el miedo sigue. La Policía Militar del estado de Río de Janeiro, de la que dependen las UPP, es tristemente conocida por su corrupción y violencia, especialmente contra los más pobres. Las favelas pacificadas viven en un permanente estado de excepción, con policías fuertemente armados que vigilan cada esquina. Y, como denuncian constantemente las ONG, muchos residentes han pasado del terror al narco al terror a la policía.
Ambos bandos hacen lo que pueden para aterrorizar a los que protestan en el morro da Providência. Frente a las escaleras que llevan a lo alto, los guardias armados con rifles de asalto forman un cordón. “Si queréis subir, subid, pero ahí arriba las balas no son de goma”, espeta un agente. A pocos metros, los representantes del narco evidencian su rechazo a la manifestación. “No es bueno para el negocio”, afirman. El negocio, claro, es el tráfico de drogas, que sigue activo a pesar –o con la connivencia– de la policía. La protesta acaba disolviéndose sin más.
Ésta es la pax carioca: una tregua tensa, un juego de cartas marcadas en aras del negocio de unos y otros. Una paz que, espera el Gobierno, dure al menos hasta los Juegos Olímpicos. Pero el statu quo está siendo contestado por donde menos se esperaba: una población harta de sufrir bajo la tiranía conjunta de policía y narco y que, lenta pero decisivamente, está recobrando su voz. Y quiere hacerse oír.
El silencio comenzó a romperse cuando el pasado 16 de julio, Amarildo de Souza Lima, de 43 años, pescador, peón de obra y lo que hiciera falta para sostener a su mujer y a sus seis hijos, fue llevado al puesto de la UPP en la favela de Rocinha, la mayor de Río de Janeiro, para unas “averiguaciones”. No se le ha vuelto a ver. Rocinha está a menos de 10 minutos en coche del barrio de Leblon, donde el metro cuadrado residencial es el más caro de Latinoamérica. Aquí, miles de casuchas de ladrillo visto se agolpan pared con pared sobre la falda del cerro. Hace falta la ayuda de un familiar o vecino para navegar por el laberinto de callejuelas y escaleras. Antes, también, se necesitaba el permiso del narco.
La casa de Amarildo es una tenue bombilla entre miles, un suelo de cemento visto y una puerta siempre abierta a la calle. Dentro, Elizabeth Gomes da Silva, la mujer de Amarildo, habla mientras sus hijos juegan y la televisión suena. “Solo queremos justicia”, dice. No está sola. Unas vecinas llegan para ayudarla a organizar una manifestación exigiendo explicaciones a la policía. En la marcha, que se llevó a cabo el 3 de noviembre, decenas de personas recorrieron las callejas de Rocinha con un maniquí que simbolizaba el cadáver de Amarildo. Después, celebraron un entierro simbólico.
Una investigación interna de la División de Homicidios ha revelado que los soldados de la UPP sometieron a Amarildo a descargas eléctricas. Luego le asfixiaron con una bolsa de plástico y metieron su cabeza en un cubo de agua. Después apagaron las luces del cuartel provisional y retiraron su cadáver. 25 policías han sido denunciados por la Fiscalía de torturas y asesinato. Lo único que falta por saber es dónde está el cuerpo.
La suerte de Amarildo no es el único motivo que ha sacado de su apatía a una parte sustancial de la sociedad civil brasileña. En julio, miles de personas salieron a la calle en São Paulo, la mayor ciudad del país, para protestar por un alza de 20 centavos de real (seis céntimos de euro) en las tarifas del transporte público, un duro golpe en los presupuestos de muchas familias que viven con menos de 250 euros al mes en una ciudad en la que no existen abonos de transporte.
La protesta, que se extendió a otras ciudades, fue esencialmente pacífica. Sólo hubo algunos grupos de manifestantes que se enfrentaron a la policía, los llamados black bloc, pero recibieron toda la atención mediática. Usando a estos grupos como excusa, la represión fue desproporcionadamente violenta, con cientos de detenidos, lo que hizo prender la mecha de las protestas, que siguen intermitentemente hasta hoy. “Y seguirán creciendo a medida que se acerque el Mundial”, en palabras de Paula Daibert, colaboradora del colectivo de comunicación Mídia NINJA.
Como fondo, el descontento de una parte sustancial de la clase media urbana con unos poderes públicos que afirmaron que los grandes eventos –Mundial y Juegos Olímpicos– serían la oportunidad para resolver los numerosos problemas de las urbes brasileñas. Las promesas se han incumplido y, a menos de 100 días para el Mundial, las mayores ciudades del país siguen teniendo graves defectos en la educación, la sanidad y, sobre todo, las infraestructuras. Lo único que se ha hecho –con retraso– son los grandes estadios de fútbol, que, por si fuera poco, han costado mucho más de lo previsto por sus ya inflados presupuestos.
El 31 de octubre, una manifestación con el lema El Grito de la Libertad recorrió el centro de Río. 3.000 personas marcharon de forma festiva y reivindicativa hasta la zona financiera para pedir la liberación de los detenidos en las protestas. Allí, el ambiente se cargó de tensión y se hizo el silencio. Solo se escuchaba el eco del retumbar de los tambores contra los grandes edificios de acero y cristal. Algunas personas gritaban el nombre de los encarcelados.
Brasil ha vivido en los últimos 15 años un espectacular crecimiento económico que, por una vez, también ha servido para reducir las diferencias sociales, como confirma un informe de la ONG Intermón Oxfam. Pero, en uno de los 12 países más desiguales del planeta, aún queda mucho por hacer. Tras las rejas de un apartamento de Leblon –casi indispensables en una ciudad donde los robos son moneda corriente– las luces de Rocinha parpadean en la noche. De pronto, retumban varias explosiones procedentes de la favela. ¿Petardos? ¿Disparos? No se sabe. Otra prueba más de que la pax carioca es frágil, o quizás inexistente. Río de Janeiro espera tras las rejas que pase un espectáculo del que muy pocos se ven capaces de disfrutar.
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