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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Argelia estancada

Buteflika y su camarilla se aferran a un pasado cruento para impedir los cambios

Un anciano de 77 años, postrado en silla de ruedas a causa de un ictus y que no habla en público desde hace dos años, acaba de ser reelegido presidente de Argelia. Tal y como estaba previsto, Abdelaziz Buteflika seguirá en el cargo que ocupa desde hace 15 años. Nada se ha desviado del guion en las elecciones argelinas. Ni siquiera los resultados: Buteflika ha obtenido un aplastante 81% de los votos, frente al escueto 12% de su más inmediato rival. También las denuncias de fraude se daban por descontadas. La Unión Europea, de hecho, ni siquiera pudo enviar observadores.

No es, desde luego, un escenario alentador para quienes en Argelia anhelan un cambio, sobre todo los millones de jóvenes —más de la mitad de la población tiene menos de 25 años— sin expectativas de futuro. Un síntoma del desapego de la población ha sido la baja participación (51%, según las cifras oficiales, frente al 75% en los comicios de 2009).

No cabe duda de que, para una generación de argelinos, Buteflika y su partido, el Frente de Liberación Nacional, siguen siendo garantía de paz. El recuerdo de la “década negra” —el cruento conflicto armado de los años noventa contra los islamistas radicales— está aún muy vivo en una sociedad marcada además por la traumática independencia de Francia, en 1962. El problema es que el régimen recurre a la coartada de la estabilidad para evitar cualquier reforma seria.

La frustración no se deriva tanto de tener otros cinco años más a Buteflika en el poder, si su precaria salud se lo permite, como de las más que fundadas sospechas de que el presidente se ha convertido en una especie de marioneta en manos de su camarilla: una oscura amalgama de militares y civiles a la que los argelinos se refieren como “el Poder”, que gobierna en la sombra y aspira a seguir haciéndolo cuando su líder ya no esté.

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El malestar no es solo político. Argelia no ha aprovechado su inmensa riqueza petrolera, no ha diversificado su economía, importa casi todo lo que consume y la tasa de desempleo podría alcanzar, según algunos expertos, el 40%. La corrupción se ha vuelto endémica y las redes de clientelismo han generado un descontento que el reparto de subsidios no llega a aplacar.

La comunidad internacional se conforma: después de todo, Argelia persigue terroristas y suministra un tercio del gas que consume Europa (ahora enfrentada con Rusia, su otro gran proveedor). Y la oposición es demasiado débil y está fragmentada. Sin embargo, el inmovilismo puede acabar pasando factura si los jóvenes argelinos salen de su apatía y siguen los pasos de sus vecinos tunecinos, libios y egipcios, que optaron por la rebelión contra el autoritarismo.

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