La huella del consumo: cuando pagan justos por pecadores
Por Álvaro Porro de la revista Opciones
Esta es la segunda entrada sobre “Lo social y lo ambiental” que ha publicado el autor en el blog. La primera fue “Pobreza energética: ejemplo de una crisis ecológica”
Cuando manejamos datos sobre consumo, y especialmente datos de impacto ambiental, acostumbramos a trabajar con medias, por lo que estamos considerando a la sociedad como una entidad uniforme; y ello presenta graves limitaciones. Las diferencias de impactos entre unos grupos sociales y otros han sido estudiados y denunciados en las relaciones Norte-Sur global: la deuda ecológica nos muestra cómo los países empobrecidos, sin ser los mayores causantes de los impactos ambientales, sí sufren en su geografía una parte considerable de ellos.Oímos frases como los españoles consumen de media tantos litros de agua más que un etíope, o los estadounidenses emiten de media tantas veces más que un bangladesí... Pero, ¿entre los propios españoles mismos, o los estadounidenses o los etíopes y bangladesíes, no hay diferencias significativas?
Cuánto y cómo consumimos, y por tanto el impacto ambiental individual, está muy influido por diferentes características (edad, lugar de residencia, nivel cultural, profesión, hábitos...). El nivel de renta tiende a ser una variable determinante para entender los patrones de consumo de los grupos sociales. Si las diferencias económicas son cada vez más grandes, nuestros consumos e impactos en principio tenderán a serlo también.
Para el caso de España, hemos encontrado pocos estudios que hayan analizado en alguna medida la relación entre renta y tasas de consumo, y sus diferentes responsabilidades ante los impactos ambientales. En el caso de Cataluña, un estudio de 2002 apunta que cuanta más renta familiar, mayor generación de residuos entre otras variables. Esta influencia se manifiesta también en otros consumos, como el del agua, y otros estudios la relacionan con otras variables, como las características socio-económicas del barrio o municipio.
Así, parece que podríamos hablar de perfiles socio-económicos más demandantes, y por tanto más impactantes, para algunos consumos. Estas diferencias también pueden verse reflejadas en las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). Este hecho ha sido altamente documentado para comparar los consumos per cápita entre países, y está totalmente demostrado que la mayor renta per cápita va asociada a mayores emisiones de CO2.Pero también dentro de los países, al comparar entre diferentes grupos de población se observa que el total de emisiones aumenta conforme aumentan los ingresos del hogar . En promedio, cuando el gasto por familia crece en un determinado porcentaje, las emisiones prácticamente crecen en la misma proporción.
Por tanto, es clave que las propuestas, diagnósticos, discursos y por supuesto las políticas que traten de hacer frente a la crisis ecológica tengan en cuenta esta dimensión que podríamos llamar justicia ambiental, no sólo Norte-Sur sino dentro de las sociedades nacionales. Esto sería importante tanto para dar una respuesta equitativa al problema como por efectividad
Que las políticas ambientales y las políticas sociales estén desligadas no es casualidad. Y es que, entre otras cosas, el discurso ambientalista tiende a estar muy basado en la responsabilidad y la educación, marginando el hecho de que el problema ambiental también es consecuencia de relaciones sociales y económicas injustas.
Los recursos y sistemas naturales son parte de unos “comunes” globales y locales de los que todos dependemos; la apropiación o destrucción desproporcionada por parte de unos nos afecta a todos. Al igual que en muchos problemas socioambientales, las decisiones privadas del productor sobre cómo quiere fabricar/vender su producto, o del consumidor sobre cómo quiere consumir, acaban repercutiendo sobre el ámbito colectivo. Si como productor pongo mucho empaquetado innecesario a mi producto, ese impacto, tanto ambiental como económico, lo sufriremos todos. Y lo mismo ocurre si como consumidor decido tener un todoterreno, o no reciclar mis residuos. Por tanto, hace falta un marco más coherente entre decisiones privadas y consecuencias colectivas.
De hecho, poner este elemento en primera línea al conformar las políticas ambientales sería no sólo un acto de justicia, sino un paso necesario hacia la aceptabilidad social, la consolidación y la extensión de dichas políticas. Probablemente mucha más gente estaría dispuesta a apoyarlas, promoverlas o aceptarlas si tuvieran una dimensión de reparto justo de esfuerzos y consecuencias. Sin embargo no será fácil, ya que la gestión que hagamos como sociedad de la incompatibilidad entre unas necesidades crecientes y los límites biofísicos del planeta plantea rotundas preguntas, ¿Hasta qué punto es aceptable que alguien pueda ser sancionado por utilizar más energía? ¿Qué es más democrático: que cada persona consuma recursos en función de su capacidad de gasto y libertad individual, o que se establezcan umbrales colectivos que limiten las decisiones individuales en la búsqueda de un reparto más equitativo del impacto?La pregunta sería si estamos en una situación suficientemente grave donde resultaría legítimo establecer significativas restricciones a las decisiones individuales, que actualmente se consideran como parte de la esfera personal, dentro de la soberanía del consumidor, y por tanto incuestionables desde el ámbito colectivo.
En la historia reciente contamos con ejemplos ilustrativos que establecen límites a la soberanía individual del consumidor por intereses colectivos. Por ejemplo, durante la crisis del petróleo de 1973 en Alemania se prohibió circular los domingos, mientras que en Suecia se racionó la gasolina y el combustible para calefacción mediante cartillas. Actualmente algunas ciudades han tomado medidas de este tipo con el objetivo de hacer frente a la contaminación atmosférica local o a la congestión vial: Pekín durante los Juegos Olímpicos restringió a la mitad la flota de vehículos privados en circulación mediante la numeración de las matrículas, y comprobaron que con un tercio menos de vehículos las emisiones disminuían en un 40%.
En nuestro país, se había restringido la velocidad en las vías rápidas de circunvalación a Barcelona a 80 km/h, para reducir la contaminación y por seguridad vial. Pese a los buenos resultados, la medida fue víctima de una campaña mediática en su contra, y en el posterior cambio de gobierno de la Generalitat fue derogada. Un caso similar tenemos con la medida de ahorro energético y económico que se tomó a nivel estatal reduciendo a 110 km/h la velocidad máxima en autopistas, que pese a sus buenos resultados también ha sido eliminada. Estos dos ejemplos recientes de tímidas políticas de restricción de decisiones individuales nos dan una idea del poder mediático de los sectores que se oponen a ellas, y del debate social que generan.
Afrontar el dilema plantea una serie de riesgos morales asociados a estas cuestiones: ¿quién decide cuándo el daño a terceros es suficiente como para legitimar una restricción? A pesar de los riesgos asociados, enfrentarse a este dilema es fundamental, y la única forma de gestionar el riesgo de arbitrariedad moral es mediante la creación de procesos y marcos de consenso democráticos. Por tanto, hacer frente a la crisis ambiental en términos de justicia requiere también, como hemos comentado en diversas ocasiones, regeneración democrática.
En cualquier caso, no afrontar el reto es dificultar la situación, ya que a medida que la escasez de recursos se intensifique por la crisis ecológica, previsiblemente se harán más complicados dichos debates y procesos democráticos por la situación de urgencia y, probablemente, las respuestas serán más salomónicas y precipitadas, y por tanto menos democráticas. Es decir, estarán más condicionadas por los desequilibrios de fuerzas de nuestras sociedades.
Puede consultarse una versión más extensa de este artículo en el número 45 de Opciones.
Fotografía de apertura: CO2 emissions, de Ian Britton vía Flickr / Creative Commons
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