La cuestión navarra tras el fin de ETA
El dilema de los socialistas navarros era que su plan conducía a favorecer las expectativas del nacionalismo vasco radical, pero temía que acatar el veto de Ferraz se interpretase como cesión a otra forma de injerencia
Según Cayo Lara, coordinador general de Izquierda Unida, “el PSOE se equivoca en Navarra: si Bildu es legal, ¿por qué no puede gobernar?”.
La respuesta es: sí puede gobernar, pero no con el apoyo de formaciones democráticas mientras conserve actitudes que no lo son.
La derrota de ETA fue política y no solo operativa. En realidad, la derrota política precedió a la otra. La base de ambas fue su fuerte debilitamiento por la acción policial y judicial, que llevó a que la mayoría de sus miembros estuvieran en prisión. Pero la ilegalización de su brazo político y el consenso de los partidos (tras el atentado de la T-4) sobre la negativa a cualquier negociación le dejaron sin estrategia: sin un proyecto al que la violencia pudiera hacer avanzar. En eso consiste la derrota de ETA por el Estado democrático: en haber creado las condiciones para que su dirección, presionada por su brazo político, asumiera la conclusión a la que algunos dirigentes presos y sectores de su entorno habían llegado ya: que la continuidad del terrorismo era perjudicial para su causa. Y esa es la razón para considerar improbable cualquier marcha atrás: no solo su debilidad organizativa sino la falta de objeto de sus atentados.
Sin embargo se resiste a formalizar su disolución porque conserva la esperanza de legitimar su pasado mediante un cierre a la medida de la idea de ese pasado que alberga: una negociación, a poder ser directa, con los Gobiernos de España y Francia sobre lo que llama (imitando al IRA) “consecuencias del conflicto”: la salida de los presos y la retirada de las fuerzas de seguridad de territorio vasco a cambio de su desarme y disolución. Semejante pretensión, avalada con variable entusiasmo por la izquierda abertzale, revela los restos de mentalidad antidemocrática que siguen presentes en su ideología. Y en sus actuaciones: declaraciones, movilizaciones, iniciativas en las instituciones, todavía relacionadas en su mayoría con la defensa o exaltación de ETA, sus presos y su pasado.
Mientras esta sea la situación, los partidos democráticos tendrán que combatir contra lo que queda del fanatismo de la vieja Batasuna en Bildu y compañía, y hacerlo con razones y políticas (de alianzas, por ejemplo) adecuadas al momento y no limitándose a reclamar que sean de nuevo ilegalizados (o a lamentar que fueran legalizados en su día). Mantener un nivel adecuado de exigencia con la izquierda abertzale implica también evitar pactos de fondo con ella. Sí a la participación de la izquierda abertzale en las elecciones y a que gobiernen en las instituciones en que tengan mayoría suficiente; pero No, como pauta general, a favorecer que lo hagan donde no la tienen, con el apoyo de partidos democráticos, o a contar con ellos en iniciativas políticas de calado.
Es innegable un sustrato vasco en la identidad navarra, pero la mayoría rechaza cambiar su estatus
Es lo que se ha planteado ahora en Navarra: una operación política legítima, la moción de censura contra la presidenta de esa comunidad, pero que solo podía prosperar con la participación de los representantes de Bildu. Un dilema de difícil salida. Su desenlace (veto de la dirección del PSOE) ha sido visto por un sector de la opinión navarra como una imposición centralista incompatible con el federalismo que ahora reivindica el PSOE. Y como un error político cuyo coste pagarán los socialistas navarros. Esto último es bastante cierto. El PSN pagará caro el deterioro de imagen que supone acatar la decisión de Ferraz. En Navarra, la pugna identitaria se sustancia en la autoafirmación navarrista (nosotros solos) frente a lo que es percibido por una mayoría como injerencia del vasquismo con pretensiones anexionistas. Percepción que no solo se manifiesta en la política sino en episodios de la vida cotidiana, como el deporte: nos quitan a los mejores futbolistas y algunos de ellos incluso juegan con la selección vasca, etcétera. Si es por imagen, se entiende que el PSN tenga dificultades para explicar en nombre de la resistencia frente a injerencias externas el acatamiento de lo decidido por la lejana dirección federal del PSOE.
Sin embargo, es lógico que la política de alianzas sea competencia de los órganos centrales del partido si no quiere ver comprometida la coherencia de su línea política general, con inevitables efectos electorales. Y lo que el desenlace revela es que Roberto Jiménez debió asegurarse el acuerdo de Ferraz antes de lanzarse a una operación con evidentes repercusiones generales. El federalismo no excluye, sino casi implica, equilibrar la descentralización del poder con la existencia de partidos fuertes, leales al sistema, con implantación y estrategia nacional que garanticen la cohesión política y territorial. Y si bien es cierto que en la decisión ha sido determinante el temor de la dirección central socialista a los efectos electorales de algo que la derecha ya estaba presentando como pacto del PSOE con los herederos de ETA (o con ETA misma), ese efecto también habría acabado por alcanzar al PSN.
El PSN debió asegurarse del acuerdo de Ferraz antes de lanzarse a algo que tenía efectos generales
Pues aunque Navarra es plural, y resulta innegable la existencia de un sustrato vasco en una parte del territorio y de su población, una amplia mayoría se identifica políticamente con la idea de la navarridad. En los últimos 20 años (entre las elecciones forales de 1991 y las de 2011), los partidos favorables al mantenimiento del estatus actual de Navarra han obtenido de media el 70% de los votos, frente al 22% del conjunto de fuerzas nacionalistas vascas, partidarias de la integración. Es posible que las cosas cambien en el futuro, sobre todo por el cese del terrorismo. De hecho, ya en las elecciones de 2011 los nacionalistas vascos alcanzaron su mejor resultado, el 30% de los votos, seis puntos más que en las anteriores. Y si es probable que, como indica alguna encuesta, una mayoría de la población estuviera a favor de la moción de censura para dar paso a un adelanto electoral, también lo es que el resultado de esas elecciones hubiera otorgado a la izquierda abertzale (ahora reunificada en EH-Bildu) la primacía en el bloque impulsor de la moción. Y la mayoría sociológica navarrista, contraria a acuerdos con fuerzas no ya nacionalistas sino partidarias de la integración de Navarra en una Euskal Herria independiente, culparía de ello a la iniciativa del PSN: por haberles abierto la puerta. A medio plazo, el peligro de hundimiento electoral no sería menor que el que ahora arriesga.
Lo ocurrido estos días en Navarra, más los problemas vividos por el PSC en los últimos tiempos como resaca del experimento de Maragall (pacto con ERC), aconsejaría a los socialistas afinar su posición sobre la política de alianzas con partidos independentistas. No es lo mismo pactar con el PNV o la CiU de Pujol que con la Esquerra de Carod o la Batasuna de siempre, y tampoco cabe equiparar un acuerdo sobre gestión municipal, aunque sea en una gran ciudad, que un pacto de Gobierno, o para derribar un Gobierno, de una comunidad autónoma. Con la singularidad de que en Navarra, a diferencia de Euskadi, el nacionalismo vasco ha estado desde 1979 hegemonizado por Herri Batasuna y sus ulteriores encarnaciones. Partido que ha tenido durante decenios una visión esencialista de la cuestión navarra: hay un sujeto político, Euskal Herria, que tiene derecho a decidir conjuntamente sobre la integración de Navarra.
Esta visión ha ido matizándose recientemente, pero fue decisiva en la ruptura de la tregua de 1998 y estuvo presente en las conversaciones de Loyola (PNV-PSE-Batasuna) cuya ruptura precedió a la de la tregua de 2006. Tras el cese del terrorismo, una estrategia inteligente de los partidos moderados de Navarra debería impulsar políticas de cooperación con las instituciones vascas en materias culturales y otras como forma de favorecer la convivencia con el sector vasquista de la población sin ceder a las pretensiones del nacionalismo radical. Esa fue la posición del navarrismo moderado de fines de los setenta, que estuvo a punto de plasmarse en los noventa cuando un Gobierno presidido por el socialista Otano, con presencia de los foralistas moderados de Juan Cruz Alli y de los nacionalistas de EA, aprobó, al amparo del artículo 145-2 de la Constitución, un proyecto de Organo Permanente de Cooperación que decayó por la dimisión de Otano a cuenta de escándalos que afectaron a su partido por entonces.
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