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Trabajo basura a orillas del Mithi

Altaaf, Shaeneez y decenas de personas se ganan la vida buscando metales y plásticos entre los desperdicios acumulados junto a este río que atraviesa Bombay

Uno de los recicladores traslada un saco lleno de plástico.
Uno de los recicladores traslada un saco lleno de plástico.ANDRÉS GUTIÉRREZ

En la ciudad de Bombay, Dharavi constituye el mayor barrio de chabolas de Asia. Allí, son bien conocidos los oficios de lavandero, artesano, reciclador y sastre, entre otros, pues el enclave ha sido durante muchos años el centro de producción de cientos de empresas del mundo. Pero más allá, justo donde el conocido slum termina para dejar paso al río Mithi, a la altura de Mahim, un grupo de personas ha acondicionado el lugar para establecer su puesto de trabajo. Son recicladores de lo ya reciclado en las factorías y plantas de la ciudad. Compran sus desechos en busca de alguna pieza de metal que haya podido escapar al primer filtro. Allí, rodeados de un entorno pestilente repleto de heces humanas y animales, y restos de todo tipo de inmundicia, ocupan la mayor parte de su día. Altaaf llegó a este grupo con una mentalidad distinta, con ganas de progresar. Gracias a él optimizaron su método de búsqueda, lo que supuso multiplicar por cuatro las ganancias y mejorar en parte su calidad de vida.

La rutina de Altaaf en Aurangabad, unos trescientos cincuenta kilómetros al este de Bombay, era lo que uno espera de un sastre común en India. Un despertar cada día, entrar a la factoría a escuchar el traqueteo de las máquinas para regresar a su casa a oscuras con poco más que nada en los bolsillos. Altaaf se casó joven y pronto, incluso antes de llegar los hijos al matrimonio, comenzaron los problemas económicos. Su salario de sastre no les alcanzaba para vivir en su pequeña casa y se vio obligado a buscar algo más rentable.

Su condición de musulmán le permitió casarse de nuevo con otra mujer aunque ninguna de las dos tardó en abandonarlo. Altaaf se quedó solo. Había renunciado a su trabajo, fracasado en sus relaciones y pasaba los días de aquí para allá en busca de quehaceres de los que sacar algún beneficio. Un día, andando cerca de la estación de tren de Mahim, en Bombay, vio a unas personas que parecían atareadas en la orilla del río y se acercó a curiosear. Rahul era el nombre de un tipo que rondaba los cuarenta, ataviado de vestiduras exentas de todo lujo al que se acercó a pedir información. Por entonces, Rahul era una especie de encargado de la empresa y al recibirle, directamente le invitó a trabajar con ellos en unas condiciones que mejoraban de sobra las que había tenido en su puesto anterior, por lo que aceptó y comenzó de inmediato.

Ninguno de los trabajadores del área usa mascarilla para protegerse de los gases que emiten sus hogueras

Su labor era sencilla, aunque no agradable. El lugar era una montaña de la más pestilente masa informe de objetos intercalados entre desperdicios con un tono marrón oscuro que aportaba cierta homogeneidad. Altaaf compraba las bolsas de desechos, las cargaba en su carreta hasta la orilla del río, buscaba con sus manos entre toda aquella porquería y revendía el metal que encontraba a las propias factorías o almacenes de reciclaje a los que había comprado la basura. Exactamente igual que sus compañeros en Mahim. Todos traían sus sacos en los que gastaban unas 3.500 rupias de media al día (casi 42 euros), los vaciaban, buscaban y vendían su botín después por unas 3.700 (44 euros aproximadamente) luego tiraban los desperdicios al vertedero. Un día, Altaaf propuso un nuevo método: quemar los restos que pudieran contener algo de metal, y colar las cenizas en la orilla del río, de forma que si algo se les había escapado a los ojos, podía ser rescatado una vez los residuos plásticos hubieran ardido. Todos estuvieron de acuerdo en hacer caso a su propuesta y desde entonces, en la orilla del río Mithi se puede ver, cada noche y cada amanecer, una columna de humo negra que al desvanecerse deja un ambiente cargado y una montaña de ceniza que esconde tres veces más metal del que encontraban a ojo. Sus ganancias, después del cambio, ascienden a unas 700 rupias diarias (más de 8 euros).

Cada uno de los doce operarios tiene asignada una función en el río. Unos buscan por encima algún trozo de cualquier metal que se hubiera escapado a los recicladores anteriores, otros separan piezas de plástico que puedan incluir partes metálicas, como algunos juguetes, o fragmentos de aparatos electrónicos. Otros amontonan los desechos y los queman para luego transportar las cenizas hasta el borde del agua y que los cernedores, provistos de grandes coladores de plástico, filtren la mezcla con un movimiento circular. Al final del proceso, se extraen los pedazos de cristal o vidrio que tampoco se fundieron en la hoguera. “Hay bastante trabajo –afirma Altaaf– y, aunque hasta los propios recicladores de Dharavi nos miran por encima del hombro, ganamos dinero suficiente para vivir”.

Su jornada comienza normalmente a las nueve de la mañana y acaba a las siete de la tarde, pero cada uno es libre de marcharse antes o quedarse más tiempo. No hay a quien rendir cuentas, salvo algún joven que venga contratado una jornada. “Cuanto más trabajas, más ganas –declara Altaaf con un breve movimiento de hombros, como quien quita importancia a sus propias palabras por ser evidente lo que describen–. Nunca bajamos de las 500 rupias diarias ni superamos las 1.000, con eso alcanza a muchos para ayudar a sus familias, incluso para emplear a algún chaval que haga el trabajo más costoso. El problema de la mayoría de estas personas no es el dinero sino el alcohol”. Según el obrero, sus compañeros no son capaces de “pensar fuera de la burbuja“. Se limitan a hacer lo que se les ha dicho que hagan para terminar su día, comprar algo de comer y bebida para pasar la noche suficientemente ebrios. “Así un día tras otro. No aspiran a nada más”, explica.

Altaaf vive en un pequeño apartamento por el que paga 4.000 rupias mensuales (unos 47 euros), así que su salario, que oscila entre las 15.000 y 30.000 al mes (de 180 a 360 euros) le sobra para ahorrar con vistas a crecer en el futuro. “Estando aquí no nos van a respetar nunca. La sociedad no nos ve como personas”, asevera Altaaf, que ya tiene pensado montar su propio almacén de reciclaje confiando en la prosperidad de este negocio. Hoy en día reciben basura de todos los rincones de la ciudad, sumada a la que llega en camiones desde Goa, Bangalore o Madras. Cuando tenga su propia planta, espera contratar a algunos de sus colegas y ganar consideración y posición social. Sólo entonces se planteará volver a casarse. “Cuando tenga algo que ofrecer a mi esposa”, dice.

Shaeneez trabaja a unos diez metros de Altaaf y su historia representa la lamentable realidad de muchas mujeres de clase baja en India. Trabaja la jornada completa para ganar dinero y pagar estudios a sus hijos. “No quiero que acaben en este sitio. No me importa trabajar más horas si con ello les ayudo a tener un futuro mejor”, dice decidida y esperanzada. Shaeneez tiene cuarenta y tres años, tres hijos y un marido alcohólico.

"Los pobres no enfermamos. Tenemos preocupaciones mayores como para permitirnos caer enfermos"

Por ser la única mujer del lugar, sus compañeros la protegen y la ayudan en lo que pueden. Shaeneez llega a su puesto a las nueve de la mañana, un asiento improvisado en el suelo sobre una capa de plástico entre montañas de desperdicios. Su labor consiste en separar pequeños cristales y vidrios que han quedado enteros junto con las piezas de metal tras la quema. La mujer confiesa trabajar de manera autómata y hacer todas las horas extra que puede. “Mientras estoy aquí, me olvido de lo demás. Lo que me queda después es bastante peor”, alude con resignación a la situación de su hogar. Al salir del basurero le queda más de una hora de trayecto en trenes, la compra, la cocina y las tareas domésticas, pues toda la responsabilidad de la familia recae sobre ella, además, su paga tiene que sufragar todos los gastos, incluído el alcohol para su marido y, por supuesto, barajar la opción del divorcio no forma parte de la educación que recibió.

Después de media vida en el slum, los servicios sociales consideraron el caso de Shaeneez y su familia y les concedieron una vivienda bastante alejada del centro de la ciudad. “Las tres horas diarias que gasto en ir y volver las podría invertir en trabajar y ganar más. Casi prefería la chabola”, se lamenta la recicladora aunque está agradecida por poder ofrecer la comodidad del techo estable a sus hijos.

Johnny, de veinticuatro años y Mehmood, de veintiséis son dos de los cuatro hermanos que trabajan también en el vertedero del río Mithi. Nacieron y se criaron en ese entorno y a su edad, no se cuestionan por qué ni cómo siguen aún allí. Se limitan a trabajar como los demás, sin mayor aspiración ni arrepentimiento. Tienen suficientes ingresos para subsistir en su choza en el corazón de Bombay y la atmósfera que les rodea, a pesar del hedor y las ratas, desprende fraternidad. Según los hermanos, sus compañeros son como su familia y no necesitan más.

Ninguno de los trabajadores del área usa mascarilla para protegerse de los gases que emiten sus hogueras. Tampoco zapatos cerrados ni guantes. No hay regulación de las cantidades de plástico quemado, la emanación de gas o las condiciones sanitarias. “No es cuestión de dinero. Estamos todos sanos y no necesitamos protección realmente. Los pobres no enfermamos. Tenemos preocupaciones mayores como para permitirnos caer enfermos”, afirma Altaaf.

Como muchos de los que viven en situación de pobreza, Altaaf, Shaeneez y la mayoría de los trabajadores del río valoran que los visitantes, en lugar de parar desde lejos con sus cámaras como quienes hacen un tour por la sabana, se acerquen y hablen con ellos. Les hace sentir que tienen una historia que contar, que son más que una atracción turística.

Sin embargo, al enfrentarse a diario a unas condiciones deplorables para el resto de clases sociales, están acostumbrados a la marginación y no ponen objeciones. Tienen su manera de entender la vida. “Somos pasajeros de un vehículo y sólo Dios puede conducir”, son las palabras de Altaaf, que indican, no conformismo, pero sí aceptación, pues de alguna manera le complace estar donde su Dios le ha llevado. Casi todos soportan desde la infancia la mirada altiva de la ciudad que apenas repara en su presencia para quejarse. Sin embargo, igual que el resto de ciudadanos, ellos también despiertan cada mañana para completar su jornada de trabajo y costearse la vida que pueden llevar. Incluso algunos, como Altaaf, no se conforman, reflexionan, meditan y avivan esa ambición que es tan humana, pese a la oscuridad que asoma detrás de cada puerta. Esa que muchos desesperanzados pierden y dedican su existencia a vagar por el mundo en un largo día que alterna noche y luz de doce en doce horas.

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