El furor de la codicia
El paroxismo por acaparar dinero provocó en Wall Street una regresión tribal
Ante la idea persistente, expuesta con generosidad en casi todos los medios de comunicación, de que la avasalladora película de Martin Scorsese El lobo de Wall Street desvela las causas profundas del apocalipsis financiero de 2008, origen de una larga recesión mundial, parece oportuno exponer las siguientes consideraciones: 1.- No fueron estafadores u oportunistas de pelaje medio, como el broker protagonista de la historia (real), Jordan Belfort, y su firma, Stratton Oakmont, quienes condujeron a la economía mundial a la catástrofe, sino instituciones financieras de rancia prosapia y bancos de inversión (o bancos a secas) con pedigree; ellos y sus políticas de fundamentar en la cabeza de alfiler de hipotecas y activos basura una pesada estructura financiera de seguros, comisiones y beneficios que era insostenible incluso a corto plazo; 2.- El discurso capital para entender el crash de 2008 no aparece en el filme en boca del personaje interpretado por Leonardo di Caprio, sino en el brutal monólogo del interpretado por Matthew McConaughey (“todo consiste en pasar el dinero desde el bolsillo de los clientes al nuestro”), una lección de las firmas establecidas.
El politoxicómano Belfort respondía al perfil sociológico de advenedizo o parvenu; difícilmente puede atribuírsele a él, o a varios como él, la capacidad para remover el subsuelo del sistema; 3.- Pero la malformación psicótica que une a los instalados en el poder financiero y a los parvenus que sí capta Scorsese es el furor extremo que produce la codicia, propio de berserkers (guerreros vikingos excitados hasta el paroxismo por drogas, como el beleño negro, antes del combate); ese furor, explícito en los discursos goebbelsianos de Belfort (excepcional Di Caprio) a sus brokers, rompió las formas de democracia económica para degradarse en una regresión tribal.
Vendíamos basura a los basureros”, dice en un momento el broker convertido en lobo. Por eso acabó en la cárcel; los causantes de la crisis disfrutan de una jubilación dorada, con millones de dólares de indemnización. Pobre Belfort, hoy sepultado en la banalidad de las conferencias de autoayuda; solo hizo, a menor escala, lo que hicieron los prestidigitadores del dinero a escala mundial.
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