_
_
_
_
_
EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La guerra de nunca acabar

Muere el teniente japonés que siguió resistiendo casi treinta años después de que terminara el segundo gran conflicto bélico del siglo XX

MARCOS BALFAGÓN

Cuando, gracias a unas octavillas, se enteró de que la guerra había terminado, Hiroo Onoda no quiso creérselo. Pura propaganda, pensó, y decidió seguir combatiendo, oculto en las colinas, a la manera de esos maquis que, cuando acabó la Guerra Civil, no bajaron la guardia y siguieron luchando, dispuestos a darle el golpe definitivo a la dictadura de Franco en cuanto las circunstancias fueran propicias.

Hiroo Onoda tenía veinte años cuando se alistó en el ejército japonés durante la II Guerra Mundial, dispuesto a enfrentarse con las tropas aliadas y darle el triunfo a su emperador. Convertido en oficial de Inteligencia fue enviado en diciembre de 1944 a la isla de Lubang, en las Filipinas. Tenía una orden, que no cayera en manos enemigas, y la obligación de no rendirse nunca ni de quitarse la vida.

La isla fue conquistada por los aliados, pero el teniente Onoda no se rindió. Reunió a las fuerzas que le quedaban, tres soldados, y se internó en lo más remoto para, desde allí, seguir hostigando a sus rivales: su pequeña guerrilla mató a unos treinta habitantes de la isla. No creyó en lo que decían aquellas octavillas y resistió casi treinta años, al final completamente solo (uno de sus soldados se rindió en 1950; los otros cayeron en encontronazos con las fuerzas locales). Hasta que por fin aceptó la derrota de Japón el 9 de marzo de 1974.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

No es fácil terminar con la ferocidad de los combates cuando se ha entrado en su espiral de locura. La I Guerra Mundial, que ahora se recuerda 100 años después de que empezara, cerró tan mal las heridas que el Tratado de Versalles se convirtió en una gran humillación para los alemanes, y en el mejor caldo de cultivo para que florecieran los nazis y armaran aquel horror en el que terminó implicado Hiroo Onoda.

Murió el pasado jueves en Tokio a los 91 años y su historia revela cuánto de absurdo tiene cualquier guerra. Mantuvo impecables su sable y su fusil, remendó cientos de veces su uniforme y su gorra, preparado siempre para el combate, aunque solo se alimentara de plátanos y cocos, del arroz que robaba y de alguna vaca que conseguía de vez en cuando. ¡Cuánta disciplina y cuántas energías desperdiciadas para la paz!

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_