Una iglesia como una casa
El obispo Paul Verryn encontró a centenares de mendigos, extranjeros sin documentación y refugiados políticos que malvivían en las calles y decidió abrirles las puertas de su templo En él, en Johannesburgo, ha alojado a más de 30.000 personas de toda nacionalidad Sudáfrica es el país con mayor número de refugiados en el Sur
Romeo Sitole, con chándal blanco y pendiente brillante sube las escaleras de la iglesia metodista de la calle Pritchard, en una de las áreas más comerciales del viejo centro de la capital sudafricana. Son las siete de la tarde y anochece en Johannesburgo. En pocos minutos, el bullicio exterior se acallará. A Sitole, de 23 años y natural de Zimbabue, no le impresiona el caos del exterior ni el ajetreo en la iglesia: gente de aquí para allá, niños correteando en las escaleras, corros de tertulias y hasta paradas ambulantes de comida en la entrada. Vivió durante seis años en este edificio. Hoy está “de visita”, repite orgulloso.
La iglesia es eso, una iglesia, con sus misas e imágenes religiosas. Pero sobre todo, es un refugio en el que se cobijan los que no tienen con qué pagar un alquiler en el deteriorado centro. Hay que escuchar a Peter Moyo para saber la importancia de cuatro paredes y poco más: “La iglesia es una casa. Es mi casa”, dice cansado. Es su hogar y el de más de mil personas, que amontonadas duermen en el suelo. En 2001, Paul Verryn era obispo de esta parroquia. Se encontró con que centenares de mendigos, extranjeros sin documentación y refugiados políticos malvivían en las calles y decidió abrir las puertas.
El edificio llegó a albergar a casi 2.000 personas en 2008 y 2009, coincidiendo con la llegada de represaliados de Zimbabue y la xenofobia que sacudió Sudáfrica y que Verryn califica de “africanofobia” porque todo queda entre africanos.
Ahí siguen, en una situación tolerada. “La iglesia es un buen termómetro para saber qué pasa en África –explica Verryn– No sé qué está pasando ahora en Malawi pero recibimos a muchos”. Hay pasaportes de todos los países del África subsahariana, de Etiopía a Suazilandia, aunque el 85%, son de Zimbabue. De hecho, Sudáfrica es el país con más refugiados, lo que da cuenta de cómo está el continente. Verryn calcula que ha alojado a unas 30.000 personas.
El obispo calcula que ha alojado ya a más de 30.000 personas
Las historias personales tienen en común la búsqueda de un trabajo. A menudo son mujeres y hombres solos y en la iglesia conectan con compatriotas y crean redes sociales que ayudan a pasar el mal trago de estar lejos de casa sin recursos. No hay ayudas oficiales y la iglesia sólo cuenta con las de donantes y organizaciones humanitarias. El dinero da para poco y Verryn admite que cualquier día les cortan el agua y la luz por impago. Por no contar, Verryn no cuenta ni con el apoyo de su cúpula eclesiástica, que en desacuerdo con su gesto, lo destituyó como obispo en 2010. Hoy es el reverendo Paul Verryn pero todo el mundo le continúa llamando “bishop” (obispo, en inglés).
El nivel de paro entre los huéspedes es elevadísimo y, sin documentación, muchos subsisten en la precariedad laboral o la mendicidad. Viven en el hoy. Mañana ya veremos.
La iglesia es un edificio de cuatro plantas y múltiples recovecos, pasillos y salas en los que se amontonan los refugiados. El templo propiamente ocupa dos plantas, tiene forma de anfiteatro, un altar con una simple cruz y grandes vitrales coloridos filtran la luz. Sólo los enfermos, discapacitados o mayores tienen permiso para quedarse durante el día, así que en las horas de luz hay poco movimiento. Verryn defiende que tienen que salir a trabajar o a estudiar y les anima a mantenerse activos organizando talleres formativos de costura, ordenador, baile, futbol o ajedrez.
Hay una trentena de menores que asiste a una guardería en el mismo edificio o en un colegio del vecindario e, incluso un universitario en su segundo año de diplomatura de Recursos Humanos. Es Mathias Gwaimani, zimbabuense de 22 años, con casi cinco años de residencia en la iglesia, que compagina los estudios con un trabajo regular. Verryn dice de él que es un joven “voluntarioso e híper motivado”, que dedica “entre tres y cuatro horas diarias a estudiar en la biblioteca del barrio”. No hay duda. Mathias confiesa que por lo general miente a sus compañeros de clase sobre donde vive.
Una de las mayores satisfacciones del religioso es que “el 95% de los niños ha aprobado”, un porcentaje mucho más elevado que la media sudafricana y eso que apenas existen condiciones para la concentración y el estudio. Las familias tienen reservadas áreas con habitaciones privadas o espacios para construirse su propia barraca con ropas que cubran su intimidad. Son expertos en la reutilización y el reciclaje. Parece un campamento de refugiados, en el que los vecinos se encuentran en el lavadero común o en el pasillo. La diferencia es que hay un techo protector.
Otra vez Peter Moyo. “Todos los que estamos aquí somos pobres, sólo tenemos el tejado de la iglesia, sin él estaríamos en la intemperie”, se resigna. Los hay que se han dado con una estufa o un hornillo en el que cocinar. La solidaridad funciona. “A veces me dan de comer si les digo que tengo hambre”, explica Moyo.
Hacia las ocho de la tarde, los pasillos son un hervidero de gente: los que van a ducharse, los que lavan la ropa o los platos, los que aprovechan para charlar con los vecinos. Hay poco espacio libre, entre las pilas de mantas y ropa y la gente que espera el silencio para poder coger el sueño.
“Por la noche no se puede dar un paso porque en todos los espacios hay alguien tumbado”, resume el reverendo Verryn. A media tarde empieza el tránsito del grueso de vecinos con sus pertenencias a cuestas, en poco más de una o dos bolsas de plástico. Toda una vida.
Llegan a su sitio, colocan su colchón o lo que tengan en fila, uno al lado del otro, donde pueden, incluso en los escalones duerme gente, muchas veces sin más ropa que la que llevan puesta. Las mujeres, en la primera planta y los hombres, en la segunda.
El nivel de paro entre los huéspedes
es elevadísimo y subsisten en la precariedad laboral o la mendicidad
En un rincón, un anciano amontona cuatro viejas mantas a consciencia, ajeno al movimiento de los que suben y bajan las escaleras y de los juegos de tres niños. No lejos de allí, un grupo de hombres se reúne para comer un sencillo plato de pap (pasta de millo) y carne. Es verano pero refresca. “Lo peor es el invierno, muchos cristales de ventanas están rotos y entra el frío por todas partes”, recuerda el joven Romeo.
El boca-oreja funciona por África y muchos bajan del autobús y se dirigen directamente a este refugio. Cada noche tres personas más, de media. El reverendo no hace preguntas sobre por qué o cómo se ha llegado hasta aquí. Sólo hay que subir hasta su despacho, dejar el nombre y aceptar ocho reglas básicas de convivencia: está prohibido fumar, beber alcohol, robar, pelearse o tener sexo sin estar casado y a la vista de todos. Se exige ayudar a mantener limpio el edificio, a involucrarse en la gobernabilidad de la iglesia y a asistir al servicio religioso, más para crear espíritu comunitario que otra cosa. A pesar de la densidad de población y los pocos servicios de higiene, el local se mantiene sin excesiva basuras, aunque con un fuerte hedor.
Las peleas y trifulcas son el pan nuestro de cada día pero a pesar de todo, el reverendo asume que “no hay motivo para la queja", que "la situación está normalizada”, aunque a veces él mismo tiene que mediar en una riña.
Hacia las nueve de la noche, la mayoría de la gente está ya en su cama. El edificio está abierto 24 horas al día. Quentin acaba de empezar su turno. Es uno de los guardas de seguridad y, vestido con uniforme azul, inicia la ronda. Admite que “las condiciones estresantes en las que tienen que vivir esta gente” dificulta la convivencia pero reserva sólo para casos delictivos la llamada a la policía. En este tiempo, ha habido menos de una decena de asesinatos, explica Verryn, y en muchas ocasiones el alcohol es el desencadenante.
El microcosmos de la iglesia es la vida en estado puro. Lógicamente, ha habido defunciones, bodas y una veintena de nacimientos. Y los que vendrán, porque se ven varias embarazadas. Las parturientas van a dar a luz en los hospitales públicos. En los bajos del edificio hay una clínica que atiende los casos menos graves. En la iglesia han abierto incluso un espacio para los enfermos terminales que quieren quedarse y una enfermería con seis colchones en el suelo. Allí mama Gertrude cocina cada día para los que no pueden bajar a la calle a buscarse alimento. Semanalmente también funciona una terapia para tratar a los que “siguen en estado de shock, lo han perdido todo o han sufrido salvajadas”, explica Verryn.
La gente es libre de quedarse el tiempo que necesita hasta que regulariza su situación legal o, sencillamente, reúne algún dinero que le permita costearse otro sitio. La primera idea es que la estancia sea un trampolín para saltar a otro destino siguiendo el rastro de una oferta laboral pero la realidad es tozuda e impone recomponer sueños. Le pasó a Peter y también a Ruth Psileb, una abuela de 55 años al cuidado de su nieto huérfano de ocho, con cama en la iglesia desde 2008. Y a tantos otros.
Mavis y su marido Percy confían que su historia será diferente. Entraron en agosto y prevén que el trabajo de carpintero que ha conseguido él les facilite la salida en “marzo o abril” y con lo que ahorren, además de enviar una parte a sus hijas que siguen en Zimbabue, solicitarán el certificado de refugiados.
La vida sigue con esperanzas, miedos y planes. Entre los que se han quedado estancados y los que consiguieron salir. Como le pasó al joven Romeo, que a pesar de todo regresa como el hijo pródigo. “¿Cómo vas a encontrar novia aquí? Hay gente por todas partes”, afirma a carcajadas sin aclarar a quién ha venido a visitar mientras se despide con la larga encajada de manos al estilo africano. En la calle Pritchard, Romeo saluda a un grupo que aprovecha una noche serena para tomarse un respiro antes de entrar en la iglesia, su casa. Tendrán que ir con ojo de no pisar al prójimo.
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