Reforma pragmática
La ausencia de consenso previo no justifica el inmovilismo sobre la reforma constitucional
La Constitución española ha cumplido 35 años en medio de alguna perspectiva de abrirse a cambios. El deseo de mejorar la máxima ley es ampliamente mayoritario entre la ciudadanía y, por primera vez, el número de personas que creen necesarias reformas profundas sobrepasa el 50%, según el sondeo de Metroscopia publicado hoy por este periódico. Para responder a tales inquietudes, lo primero es poner fin al inmovilismo de los líderes enrocados en sus rincones.
Sin el concurso del Partido Popular es imposible abordar cambios, y este ha alegado hasta ahora diferentes razones para no hacerlo, desde la prioridad dada al tratamiento de la crisis económica, hasta la falta de consenso político previo. Sin embargo, una vez abatido el tabú de la complejidad del procedimiento para la reforma (a causa de la rapidez con que se alteró uno de los artículos de la Constitución, en 2011), ya no hay motivo aparente que pueda aguantar, a la vez, la presión de las dificultades económicas y la crisis de confianza en el sistema político reflejada por múltiples encuestas.
Conviene ser pragmáticos: no es la panacea de todos los males. Poner coto a la corrupción, por ejemplo, no depende de la máxima ley, sino de otras normas y de la firmeza con que se apliquen. Pero abrir el debate es el modo de comprometer a las élites para que abandonen el obstruccionismo mutuo. No se trata de reformar por reformar, ni mucho menos de cuestionar el Estado social y democrático de derecho, la separación de poderes, la protección de las libertades fundamentales y demás vigas maestras. Pero el respeto y el aprecio al espíritu fundacional no justifican el miedo a todo cambio.
Caben pocas dudas de que la exacerbación de las tensiones nacionalistas y los discursos sobre el alto coste del Estado autonómico actúan como catalizadores de los deseos de reforma. El 82% quiere cambios en la organización territorial del Estado, con metas divergentes: porque el 45% desea que el Estado recupere muchas de las competencias transferidas, mientras el 35% se pronuncia a favor de autonomías más robustas (porcentaje que se eleva al 64% en Cataluña). De ahí lo delicado del problema. No hay garantías de que un cambio constitucional conjure el peligro de actuaciones unilaterales de las autoridades catalanas, ni cabe descartar las tensiones recentralizadoras. En todo caso, el presidente del Gobierno y del PP, Mariano Rajoy, ha marcado sus líneas rojas: los artículos 1 y 2 (soberanía del pueblo español, Monarquía parlamentaria, unidad de la nación española, autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran).
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Abundan también las propuestas para que ciertos derechos sociales dejen de ser declarativos y se equiparen a los fundamentales. Así, el PSOE propone blindar el de la salud; IU lo extiende a otros. No faltan peticiones para hacer más proporcional el sistema electoral (que lo sería si se fijara una circunscripción distinta de la provincia). El funcionamiento de partidos y sindicatos necesita reformas, pero no necesariamente constitucionales. En cuanto a la igualdad de derechos de hombre y mujer en la sucesión a la Corona, uno de los padres de la Constitución, Miquel Roca, propone orillar las dificultades formales de ese punto resolviéndolo solo por ley orgánica.
No es el momento de determinar el grado de ambición que ha de tener una reforma. Pero sí de ser conscientes de que abrir el debate es importante como parte de las rectificaciones que la ciudadanía necesita percibir en los actores más relevantes del escenario político, si se quiere evitar la crisis de confianza en el sistema emanado de la Constitución de 1978. Un cambio que, a diferencia de otras leyes, no puede manejar una mayoría por sí sola, porque está condicionado al logro de un amplio consenso.
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