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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Cataluña, ¿sociedad abierta?

La cuestión para Artur Mas no debería ser la independencia, sino si el objetivo es construir una ‘Catalunya oberta’; es decir, con instituciones democráticas estables, abierta a la crítica y con igualdad de oportunidades

Ramon Marimon
EVA VÁZQUEZ

Como ciudadano con un DNI que indica que he nacido en Barcelona —es decir, ciudadano de Barcelona, Cataluña, España y de la Unión Europea— no me preocupa tanto la cuestión de la independencia de Cataluña, sino la cuestión de si esta es y va a ser una sociedad abierta. Sé que muchos amigos me dirán que esta no es una cuestión sino una obviedad, para la que solo hace falta resolver la primera: la independencia. Es posible que también piensen que es un anacronismo (¿es políticamente incorrecto?) parafrasear ahora, que el tema es “la identidad catalana dentro de la Unión Europea”, a Karl Popper quien escribió durante la II Guerra Mundial contra los ismos del fascismo y el comunismo.

No les voy a negar razón a mis amigos. La sociedad catalana ha dado muchas pruebas de ser y querer ser una sociedad abierta y, gracias a la construcción de la Unión Europea y la implosión de la Unión Soviética, los principales temores de Popper pertenecen a la historia del siglo XX no del XXI (esperamos). Sin embargo, sigo pensando que la cuestión más relevante para una sociedad —sea la catalana, la española, o lo que pueda quedar de la española— es hasta qué punto es una sociedad abierta no hasta qué punto es independiente.

Por una “sociedad abierta” quiero decir una sociedad que sabe encontrar el balance adecuado entre funcionar como sociedad, con instituciones y normas democráticas estables y ser abierta a la crítica, al cambio, a la diversidad y a las oportunidades, lo que también requiere potenciar el bienestar, el conocimiento, la competencia creativa, la innovación y la igualdad de oportunidades. Una sociedad que garantiza libertades y derechos a sus ciudadanos, estableciendo, a su vez, responsabilidades claras: del ciudadano anónimo al gobernante. Una sociedad solidaria, no solo con sus miembros. Una sociedad intolerante con, y solo con, aquello que le impide ser abierta: privilegios, corrupción, fanatismo, violencia, etcétera. Una sociedad que regula, y solo regula, lo que es estrictamente necesario para el bienestar del colectivo. En cambio, la independencia per se no da contenido. Mis amigos me dirán, una vez más: precisamente la independencia es necesaria para conseguir la Catalunya oberta. Pero esta respuesta me plantea tres problemas.

Los problemas son similares a ambos lados del Ebro y ello debería facilitar el entendimiento

El primero es Machiavelliano (de quien celebramos el 500º aniversario de Il Principe), si la independencia es el medio y no el objetivo, ¿por qué hacemos del medio el objetivo? La pregunta seria la misma si el objetivo colectivo fuese otro tipo de sociedad o el medio simplemente “el derecho a decidir”. La pregunta no es trivial porque hacer del medio el objetivo supone ruptura. No me refiero tanto a la ruptura con el compromiso democrático que supuso la Constitución española, sino a la ruptura con una gran parte de la sociedad española que está, o podría estar, de acuerdo con el objetivo de una sociedad abierta: catalana, española y europea. Solo hace falta ver los problemas que ha puesto dramáticamente en evidencia la recesión: el paro, con los problemas no resueltos del mercado de trabajo (falta de apertura) y de crédito financiero, con el lastre que ha supuesto el rescate de las cajas (falta de responsabilidad y regulación adecuada); el coste de la deuda y los recortes en sanidad, educación e I+D, así como la creciente desigualdad (falta de un balance adecuado), etcétera. Desafortunadamente, estos problemas no son muy distintos en ambos lados del Ebro y si el objetivo fuese el objetivo (la sociedad abierta) y no el medio (la independencia) se podría hablar mucho mejor entre ambos lados.

El segundo se refiere al malentendido concepto de subsidiariedad, según el cual instancias superiores de gobierno solo deben absorber competencias que no puedan ser realizadas efectivamente a instancias inferiores. El adjetivo es importante porque requiere valorar la efectividad relativa de diversas instancias de gobierno; en este caso, catalán, español y comunitario. Si el objetivo es desarrollar la sociedad abierta, los tres niveles de gobierno tienen mucho por hacer. Bajo esta perspectiva no es de extrañar la creciente divergencia de opiniones entre ambos lados del Ebro: en las dos Castillas, Madrid y Murcia, una predilección por una mayor centralización (menos autonomía para las comunidades autónomas), en Cataluña una descentralización radical (Lluís Orriols, EL PAÍS, 26-9-2013).

En otras palabras, el Estado español se “percibe” como menos eficiente que la Generalitat en Cataluña, pero más eficiente que los Gobiernos autónomos, desde la mayoría de las demás comunidades autónomas. Independientemente de que se trate de realidades o percepciones, lo cierto es que si toda la discusión es aumentar o disminuir para todos la centralización del estado español no hay dialogo posible: o statu quo, o cada uno a la suya. En este caso, Cataluña se quedaría con la Unión Europea como única autoridad central residual. En cambio, si la discusión es como mejor se desarrolla la sociedad abierta, el diálogo es posible y una conclusión es inmediata: el Estado español tiene que mejorar urgentemente y de forma radical su eficiencia para generar y gestionar una “España abierta”, posiblemente con diferentes grados de descentralización territorial, en la que cabría una “Cataluña abierta”. Seguramente se me dirá que ya es tarde para este diálogo, que esto ya se ha probado sin resultado (¿de verdad?, ¿cuándo?). Pero esta respuesta olvida que, como señalaba mi colega Juanjo Ganuza (EL PAÍS, 19-9-2013), para Cataluña SA, disponer solo del paraguas de la Comisión puede no ser la mejor forma de competir en la Unión Europea y en la sociedad global: los pequeños poco juegan y un país pequeño corre el riesgo del provincianismo (a los länder ya les va bien estar en Alemania). Aún más importante, esta respuesta olvida… la transición.

Mientras la meta sea el derecho a decidir, los gestos negociadores de Mas o Rajoy serán inútiles

Lo que me lleva al tercer problema, que no es tanto la posible salida de Cataluña de la Unión Europea, sino que es el problema popperiano. Mientras el objetivo sea la independencia o —de forma más diluida, pero apuntando a lo mismo— “el derecho a decidir”, difícilmente gestos de seny, por parte de Mas o el Parlament, y un diálogo (silencioso) sin fecha límite, por parte de Rajoy, van a ser suficientes para reorientar el proceso de creciente confrontación entre catalanismo y españolismo. Ambos movimientos hurgan es sus raíces históricas para ganar fuerzas y adeptos, para reivindicar sus derechos (o negar los del contrario), para justificar y ensalzar unos fines —la independencia de Cataluña, la unidad inquebrantable de España— que, de hecho, no son objetivos sociales. Reorientar no es abortar o frustrar, lo que llevaría a una nueva ola histórica de victimismo e irresponsabilidad en Cataluña, y de inmovilidad e irresponsabilidad en la política española. Desafortunadamente, las “terceras vías” difícilmente van a levantar cabeza, no porque ya se hayan agotado, sino porque solo pueden cobrar fuerza cuando la pregunta sea qué tipo de sociedad queremos y no una pregunta, o preguntas, sobre las formas de Estado sin saber para qué queremos este Estado, o Estados (decir, como hace Mas, que la tercera vía fracasó por última vez en 2006 es olvidarse que la discusión fue, una vez más, sobre la identidad de Cataluña, no sobre qué sociedad queremos los catalanes).

Karl Popper criticó el historicismo filosófico del que, en su tiempo, fascismo y comunismo también se nutrieron y no fue el único en advertir que estos ismos exacerbaban otros ismos —como el fanatismo y el conformismo—, enemigos de la sociedad abierta. Así, partiendo de la premisa de que la independencia es necesaria para la Catalunya oberta y transformando el medio en objetivo entramos en una transición de ismos que fácilmente nos pueden alejar del cosmopolitismo barcelonés, el seny catalán, la tolerancia de la España posfranquista y de la solidaridad que debería cimentar la Unión Europea. Pero quizás con suerte me equivoque y las advertencias de Popper sobre los enemigos de la sociedad abierta sean solo advertencias para el siglo XX y el siglo XXI sea realmente diferente…

Ramon Marimon es director del Max Weber Programme y profesor de economía del European University Institute y de la UPF - Barcelona GSE.

 

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