El tramposo argumento del “derecho a decidir”
Una consulta sobre la independencia debería permitir dar varias respuestas
Una de las cosas más sorprendentes del actual debate político en Cataluña es la casi universal aceptación por parte de sus élites políticas del jurídicamente inexistente “derecho a decidir”. En realidad, como ya se ha explicado otras veces, el “derecho a decidir” no es sino una versión edulcorada del derecho de autodeterminación, que, este sí, tiene claramente definidas las condiciones de su ejercicio en el derecho internacional. Pero el derecho de autodeterminación es un expediente que, por su vinculación histórica a los planteamientos, entre otros, de la izquierda marxista, resulta difícil de digerir para parte de los sectores mesocráticos que constituyen el grueso del movimiento independentista catalán. Más aséptico, vaporoso y desnudo de connotaciones históricas, el “derecho a decidir” parece remitir simplemente al respeto por los procedimientos democráticos.
Como es sabido, el ejercicio del derecho de autodeterminación solo es reconocido en la práctica internacional cuando concurren circunstancias (dominación colonial, ocupación militar, agresión grave y flagrante contra una minoría nacional) que, salvo para las mentes más delirantes del mundo nacionalista catalán, no se dan en Cataluña. Siendo así que los dirigentes y publicistas del secesionismo tienen claro que la única posibilidad de completar su programa pasa por la internacionalización del conflicto, saben también que, si presentasen a Cataluña ante el mundo como una nación oprimida, sus planteamientos difícilmente iban a resultar comprendidos.
El “derecho a decidir” resuelve ese problema al trasladar el debate desde lo nacional al terreno del respeto democrático por la opinión de la mayoría. Con el derecho internacional en la mano, Cataluña no tiene derecho a la autodeterminación (como no lo tenía Quebec en relación con Canadá, según la sentencia sobre el tema del Tribunal Supremo canadiense). Pero ¿cómo objetar el simple ejercicio de la democracia que representa el “derecho a decidir”? Si hay una mayoría de ciudadanos y ciudadanas de Cataluña que quieren ser preguntados sobre el tipo de vinculación que debería existir entre esta y España, ¿cómo puede cualquier demócrata oponerse a la realización de una consulta semejante? Argumento de potencia innegable, pero tramposo.
Cataluña tiene un problema real y hay que darle una respuesta democrática
En realidad, ese “derecho a decidir”, ese supuesto ejercicio de democracia radical, aparece en nuestro debate circunscrito a una única cuestión: la independencia de Cataluña. A Mas, Junqueras o la presidenta de la Assemblea Nacional Catalana, Carme Forcadell, no se les pasa por la imaginación que la sociedad catalana pudiera también ejercer su derecho a decidir sobre, por ejemplo, los brutales recortes sociales que el “Govern dels millors” del presidente Mas, ahora con la connivencia de su aliado (y jefe de la oposición al mismo tiempo), perpetra desde hace años contra sus connacionales. Por otra parte, resulta absolutamente falaz el argumento de que basta con que una mayoría de ciudadanos de un territorio determinado exija ser consultado sobre un tema capital para que tal consulta tenga que ser aceptada por todo demócrata que se precie. Sin pretender establecer comparación alguna entre situaciones que nada tienen que ver entre sí: ¿algún demócrata defendería que, cinco décadas atrás, el Gobierno de Estados Unidos debería haber atendido una hipotética demanda de ejercer el “derecho a decidir” sobre la legislación que pretendía acabar con la segregación racial, si lo hubiese pedido una amplia mayoría de los habitantes de alguno de los Estados del sur donde dominaban los partidarios de dicha segregación? Si la respuesta, quiero creer, es no, ¿cuándo, entonces, sería legítimo ejercer tal derecho y cuándo no? ¿Sobre qué temas sí y sobre qué temas no? ¿Y quién decidiría sobre ello?
El “derecho a decidir” no puede ser base de legitimación de nada porque no es más que un artefacto ad hoc para saltar lo que con la legalidad internacional —y no solo la española— en la mano sería un muro infranqueable. Ahora bien, eso no quiere decir que el problema que hay planteado en Cataluña no sea real y que no haya que darle una respuesta democrática, que ha de ser política antes que —aunque también— jurídica; el pronunciamiento del Tribunal Supremo de Canadá sobre el caso de Quebec (más que el ejemplo de Escocia) podría servir para alumbrar el camino. La respuesta debe empezar, sin embargo, en el terreno de las ideas, enfrentando los argumentos sobre los que se sostiene un movimiento que, mal que pese a muchos, es de masas y cuenta con un relato potente que mezcla razones atendibles con no pocas falsedades, algunas de las cuales pueden llegar a resultar creíbles porque contienen fragmentos de verdad. Ponerse de perfil, atrincherarse tras el ordenamiento legal vigente sin ofrecer alternativa alguna o, peor aún, amenazar con el uso de no se sabe qué instrumentos contundentes no solo no resolverá nada, sino que hará que quienes defienden la secesión se froten las manos de contento.
Atrincherarse tras el ordenamiento legal solo da armas a los secesionistas
Quienes creemos que los ciudadanos y las ciudadanas catalanes estaremos mejor dentro de una España que sepa refundarse sobre bases federales y respetuosas con su pluralidad interna que en una Cataluña independiente y, como parece más que evidente, internacionalmente aislada, no solo tenemos argumentos para defender esa opción, sino que no tenemos miedo a contarlos. Eso sí, en serio y sin ventajismos: una hipotética consulta no debería tener lugar en 2014 porque ese año no es neutral en esta cuestión, pero sobre todo porque hace falta más tiempo para un debate sereno e informado que permita a los ciudadanos pronunciarse con fundamento, sin que ello signifique tampoco dilaciones injustificables; y la respuesta a la pregunta, que habría de ser meridianamente clara, no debería limitarse a un sí o un no a la independencia de Cataluña; si de verdad se trata de saber qué quieren realmente los catalanes y las catalanas (porque se trata de eso, ¿o no?) la pregunta debería tener tres respuestas posibles: independencia, Estado federal con mayor grado de autogobierno que el actual o mantenimiento del Estatuto de autonomía vigente, es decir, los tres proyectos que defienden las fuerzas políticas con representación en el Parlament actual y que cuentan con respaldo constatado en la sociedad catalana.
Me temo que buena parte de los nacionalistas españoles no querrá ni oír hablar de una consulta organizada bajo el paraguas de la legislación vigente (para lo que hay margen suficiente, tal como han explicado constitucionalistas prestigiosos en absoluto sospechosos de veleidades separatistas). Grave error que pagaremos todos a medio o largo plazo. Los secesionistas, a su vez, no querrán ni oír hablar de las dos condiciones antes mencionadas, especialmente de la segunda, que pondría de manifiesto la complejidad y pluralidad de la sociedad catalana en la cuestión identitaria y en lo relativo a las opciones sobre la organización territorial del Estado. Pero entonces habría que recordarles que ellos no tienen el monopolio de la definición de cómo se ha de organizar el ejercicio de la democracia; y que tiempo para el debate y una pregunta con esas tres respuestas fue lo que defendió Alex Salmond en sus negociaciones con el premier Cameron que condujeron al acuerdo para la celebración del referéndum en Escocia. Claro que es posible que nuestros secesionistas consideren a Salmond un españolista peligroso.
Francisco Morente es profesor titular de Historia Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona.
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