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Columna
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Marca España

Decir ahora España en el exterior es decir corrupción, desempleo y dopaje. Aquí la marca España tampoco vende

Jorge M. Reverte

Es verdad. No hace falta que nos lo digan ni Ferran Mascarell ni el ministro Margallo. La marca España está hecha un asco. Por dentro y por fuera.

Por dentro, no hay más que mirar a Cataluña. Unos cientos de miles de ciudadanos detestan la marca: definitivamente reniegan del adjetivo español para encontrarse en el mundo. Aunque no sepamos realmente qué significa de veras ese acontecer de la inmensa cadena que han logrado montar. El asunto clave es que no quieren ser españoles. No lo quieren, y además sus líderes lo explican con razones que no necesitan estar basadas en la realidad. En España, la marca España no vende.

Eso tiene un efecto paradójico, y es el de que los problemas de la marca Cataluña se cambian de lugar. Si ha habido corrupción en el Palau, en los concesionarios de las ITV o en las donaciones a partidos como Unió, eso se adjudica al pasivo de España, mientras la imagen de Cataluña se acrecienta.

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Pero eso es solo una parte pequeña del problema. No se puede decir que la contestación interna sea el mayor de los problemas. Decir ahora España en el exterior es decir corrupción. El primer responsable de eso es el Gobierno, y el segundo, el partido que lo apoya. El caso Bárcenas ha dado la vuelta al mundo, aparece de cuando en cuando en las portadas de los más importantes diarios. Hay un Gobierno que se niega a responder de acusaciones que ya han cruzado el umbral de lo creíble para entrar en el salón de lo probado. Comunidades autónomas como Baleares, Valencia, Andalucía o Galicia están enfangadas hasta las cachas por asuntos que desbordan la imaginación.

Siempre se puede estar peor. Pero ya no mucho. Urge una ofensiva regeneradora

Decir ahora España en el exterior es decir desempleo. Unas tasas escandalosas de paro que solo Grecia supera. Y ninguna salida a corto plazo que tenga verosimilitud. Millones de españoles sumidos en la pobreza dan motivo para reportajes periodísticos.

Decir España ahora es decir dopaje, como se ha demostrado en la presentación de la candidatura olímpica de Madrid. Los éxitos mundiales de atletas irreprochables no logran tapar la mancha que comenzó con las bolsas de sangre de la Operación Puerto.

La banca, las inmobiliarias, los responsables de la burbuja de la construcción, colaboran de forma entusiasta en esta fiesta de la desmoralización y el caos.

Y la guinda la ponen unos dirigentes políticos que en unas ocasiones hacen gala de no saber hablar ni siquiera en español, como la alcaldesa de Madrid, o que no parecen haber recibido las mínimas informaciones para ejercer la acción exterior.

Los investigadores científicos del CNIO o del CSIC obtienen resultados espectaculares en distintas disciplinas, al tiempo que denuncian que los van a echar a la calle porque ya no reciben fondos públicos.

Siempre se puede estar peor. Pero ya no mucho. Y eso tiene consecuencias dramáticas para la economía, para las ventas, para los concursos internacionales. Urge una ofensiva regeneradora. Que no salga solo desde la política, sino desde la sociedad civil, tan responsable de los desastres como la primera. Urge.

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