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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La crisis siria dice mucho de EE UU

El país está harto de ir a pelear en otros lugares e insta a Obama a que cumpla su promesa de terminar con un decenio de guerras, pero invito a reflexionar sobre un nuevo mundo sin la intervención de Washington

Timothy Garton Ash
ENRIQUE FLORES

En la larga historia de los discursos pronunciados por presidentes de Estados Unidos, ¿ha habido algún otro más extraño que este? Con la solemnidad que corresponde a una declaración de guerra, el presidente Barack Obama informó a los estadounidenses, el martes por la noche, de que se había aplazado la votación en el Congreso sobre la acción militar porque Rusia estaba tratando de sacar adelante una iniciativa diplomática que podría —o no— someter las armas químicas sirias al control internacional. No fue precisamente el discurso de Gettysburg.

Todavía quedan muchos más giros en el camino a Damasco, pero la política que hemos visto estas semanas, desde el uso criminal de armas químicas en Siria el 21 de agosto, nos dice ya muchas cosas de Estados Unidos. Para empezar, nos dice lo que el propio Obama reconoció en su discurso televisado, citando una carta que le había enviado un veterano: “Esta nación está harta de guerras”.

Sobre este debate, como sobre los que se desarrollan en Europa, se cierne la sombra de Colin Powell (nada menos que él) y sus engaños y confusiones sobre las armas de Sadam Husein. Pero eso no es lo principal para la mayoría de los estadounidenses. Según una encuesta llevada a cabo esta semana por The New York Times y CBS, el 75% cree que el Gobierno sirio “probablemente utilizó” armas químicas contra civiles sirios, pero, aun así, la inmensa mayoría está en contra de la respuesta militar propuesta por Obama.

Todos los miembros del Congreso a los que he visto entrevistados en los canales de noticias de 24 horas son conscientes de ello, independientemente de que sean demócratas o republicanos y estén en favor o en contra de atacar Siria. No hay más que “tres o cuatro” de los mil y pico electores con los que ha hablado que defiendan la acción militar, dice el congresista Elijah Cummings, demócrata y partidario de Obama. El senador Rand Paul (hijo de Ron Paul), estrella en ascenso dentro del Partido Republicano, dice que las llamadas de teléfono que recibe están contra la guerra, en una propoción “de 100 a 1”.

Esta encrucijada llega cuando la primera potencia tiene una temerosa conciencia de su declive relativo

Los estadounidenses están “hartos” de la guerra, sencillamente. No creen que haya servido para nada en Oriente Próximo. Ha costado billones de dólares, mientras ellos perdían sus empleos y sus hogares, salían adelante con dificultades, veían el deterioro de sus carreteras, sus hospitales y sus escuelas. Pero la gran ironía es que eso es precisamente lo que dice Obama. Es el presidente que asumió el poder para acabar con “un decenio de guerra” (unas palabras que volvió a utilizar en su discurso) y concentrarse en “nuestra propia construcción nacional”. Es decir, el sentimiento popular es el mismo que él reflejó y reforzó.

Y lo más irónico de todo: si el mejor enemigo de Obama, el presidente ruso, Vladímir Putin, no hubiera decidido acudir al rescate en el último minuto por sus propios intereses, ese mismo sentimiento le habría asestado seguramente un golpe mortal. Porque el lunes por la mañana todo hacía suponer que Obama iba a sufrir una derrota en la Cámara de Representantes y tal vez incluso en el Senado.

Para describir esta actitud que se percibe hoy tanto en demócratas como en republicanos se utiliza con frecuencia un término poco imaginativo: “aislacionismo”. No cabe duda de que Estados Unidos tiene un historial de refugiarse periódicamente en su inmensa indiferencia continental, como ocurrió tras la I Guerra Mundial. Pero esta vez la sensación es diferente. Aunque es evidente que la resistencia actual a intervenir está relacionada con algunos de esos casos tradicionales, hoy se produce en un país que no está en pleno e impetuoso ascenso en el escenario mundial, sino que tiene una temerosa conciencia de su declive relativo. En los años veinte, a los estadounidenses no les inquietaba que una China emergente les arrebatara la comida y luego se quedara con el restaurante. Hoy, sí.

Conviene mencionar también unos cuantos ingredientes concretos de esta tarta. Uno de ellos es Israel. No hace falta subrayar el peso que tiene la preocupación por Israel en la política exterior estadounidense en general y en su política para Oriente Próximo en particular. En estas semanas he leído varios análisis escalofriantes que identifican una realpolitik israelí cuya conclusión es que el resultado menos malo para ellos es que dos grupos de archienemigos suyos —el régimen de El Asad, con Irán y Hezbolá, y los rebeldes suníes, cada vez más islamistas, extremistas y en parte próximos a Al Qaeda— continúen matándose.

“Nuestra mejor perspectiva es que sigan dedicándose a luchar entre ellos y no se acuerden de nosotros”, declara un funcionario anónimo de los servicios israelíes de inteligencia a un periodista en buzzfeed.com. “Que siga la hemorragia, que se desangren hasta morir: esa es la estrategia”, dice Alon Pinkas, antiguo cónsul general en Nueva York. En comparación con esto, Maquiavelo parece Mahatma Gandhi.

Algunos análisis israelíes sobre la situación actual en Oriente Próximo son escalofriantes

Luego están los halcones intervencionistas, como John McCain y Paul Wolfowitz, que opinan que Estados Unidos debe actuar con más decisión y reforzar a los rebeldes más moderados para ayudar a derrocar a El Asad. No estarían satisfechos con un arreglo que tal vez no comprenda más que las armas químicas, y solo gracias a un acuerdo en el que los rusos sean los intermediarios. Junto a ellos se encuentran algunos políticos republicanos tan sectarios que su prioridad es acabar con Obama, más que detener a El Asad. Y también están los estrategas más veteranos —que son muchos, y sin ninguna relación con el ejército—, que estudian con detalle todas las repercusiones estratégicas para Estados Unidos y la región. El mensaje que transmiten, en su inmensa mayoría, es que hay que ser precavidos.

Por último, sigue habiendo unos cuantos progresistas al estilo de los años noventa, partidarios de la intervención humanitaria y marcados por las experiencias de Bosnia, Ruanda y Kosovo. Obama ha nombrado embajadora ante la ONU a una representante casi paradigmática de esta corriente, Samantha Power, autora de un libro publicado en 2002 y titulado A problem from hell: America and the age of genocide (Un problema infernal: Estados Unidos y la era del genocidio). Está claro que Siria es un problema infernal. Estos progresistas partidarios de la intervención humanitaria no son la voz predominante en una Administración caracterizada por un pragmatismo cauteloso y atento a la seguridad, pero están ahí.

Escribo esta columna en el 12º aniversario de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 que empujaron a Estados Unidos a ese decenio de guerra; de manera justificada en la reacción inmediata contra Al Qaeda en Afganistán y de manera injustificada y desastrosa en Irak.

Estados Unidos es hoy muy diferente. Es posible que, después de unos años de poner en orden sus propios asuntos, vuelva a ser —a pesar de sus defectos e hipocresías— el áncora indispensable de un orden internacional liberal. Pero, dado que no solo hay que tener en cuenta sus propios problemas estructurales sino, sobre todo, los cambios en la constelación mundial de poder a su alrededor, tengo mis dudas. A los numerosos detractores e incluso a los enemigos de Estados Unidos en Europa y todo el mundo, no les digo más que una cosa: si no les gustaba el viejo mundo en el que Estados Unidos intervenía sin cesar, a ver qué les parece un mundo nuevo en el que no lo haga.

www.timothygartonash.com

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, donde dirige www.freespeechdebate.com, e investigador titular de la Hoover Institution, Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: Ideas y personajes para una década sin nombre.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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