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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Cataluña, democracia o populismo

Los dos principales argumentos del soberanismo, el expolio económico y la afrenta del Estatut, han calado porque cumplen la regla de oro de la mentira: algunos elementos de verdad y mucha repetición

Joaquim Coll
ENRIQUE FLORES

Hace ya diez años, el entonces ministro de relaciones intergubernamentales de Canadá, el quebequés Stéphane Dion, nos ponía sobre aviso de que “la dinámica secesionista es difícilmente conciliable con la democracia”. Sostenía, además, que en un Estado donde se ejercen y respetan los derechos y las libertades “no hay argumento moral posible que justifique convertir a nuestros conciudadanos en extranjeros” (El País, 06/07/2003). Pues bien, ambas afirmaciones son trasladables hoy a Cataluña donde el proceso secesionista, se muestra poco respetuoso con la pluralidad de la sociedad catalana y lanza promesas socioeconómicas claramente populistas. El soberanismo no desea que se produzca un debate racional, sosegado, sobre sus traídos argumentos. Sabe que no existe un fundamento claro que justifique la secesión, y por eso exige la celebración de una consulta en el año taumatúrgico del 2014. Que cerca del abismo, Artur Mas haya rebajado ahora la tensión y frustrado las expectativas de no pocos independestistas, aunque esté por ver exactamente con qué objetivo, y cómo eso puede variar el apoyo que le presta Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), no debería hacernos olvidar cuál es la naturaleza de los argumentos que nos han llevado hasta aqui.

Según el politólogo Allen Buchanan, en el prólogo a la edición castellana de su obra ya clásica, Secesión. Causas y consecuencias del divorcio político (2013), existen cuatro tipos de injusticias que dan origen al derecho de secesión. Considera que, en el caso catalán, resulta del todo imposible argüir las dos primeras: el argumento de una anexión territorial de España sobre Cataluña en el pasado y la violación actual de derechos y libertades básicas. Afirmar lo contrario supondría considerar que Cataluña es una colonia española, extremo que nadie sensato en el mundo aceptaría. Sin embargo, fijémonos cómo el soberanismo se esfuerza a diario en construir un imaginario que va justamente en esa dirección aprovechando cualquier efeméride. Intenta convertir, como ya se ha criticado sobradamente, el conflicto internacional sobre la sucesión a la corona española de principios del siglo XVIII en una guerra de secesión, cuyo traumático final, con la imposición del Decreto de Nueva Planta, constituiría la prueba de ese sometimiento colonial. Y pretende convencer a la sociedad catalana de que la relación con España es una historia continuada de represión y maltrato hasta el día de hoy.

Pero este es solamente el telón de fondo sobre el que se desarrollan otros dos argumentos que, si fueran ciertos, bien podrían justificar, volviendo a Buchanan, la secesión: una redistribución discriminatoria de recursos continuada y grave, y la vulneración por parte del Estado de las obligaciones del régimen autonómico o la negativa continuada a negociar una forma de autonomía adecuada.

El soberanismo tiene prisa porque no desea un debate racional y sosegado

En efecto, ambos argumentos son utilizados profusamente por los soberanistas en su intento de elevar las disfunciones, deslealtades o desajustes del modelo autonómico a la categoría de delitos de lesa humanidad. La legitimidad moral de la separación recae así en un doble relato: el expolio económico que sufre Cataluña desde tiempo inmemorial, aunque solo ahora parece perceptible a rebufo de la crisis general, y la gravísima afrenta política que, insisten, significó la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto. Todo ello les lleva a argumentar que la ruptura con España es ya “irreversible”, pues, del otro lado, “no llega ninguna alternativa, ni que sea modesta”, insistía Jordi Pujol este verano, ninguneando del todo la vía federal propuesta por el PSOE, y que la propia CiU, cabe imaginar que en un gesto disidente del democristiano Josep Antoni Duran Lleida, votó favorablemente en el Congreso de los Diputados en el último debate sobre el estado de la nación.

En cualquier caso, no hay duda de que ambos argumentos, el del expolio y la afrenta, han calado a fondo en la sociedad catalana al cumplir con la regla de oro de la mentira: no solo ha de ser repetida mil veces, sino que requiere que contenga algunos elementos de verdad que bien podemos compartir desde otras posiciones. En el ámbito económico, es rotundamente falso que cada año salgan de Cataluña 16.000 millones que no regresan de ninguna forma, pero es cierto que los catalanes aportamos más de lo que recibimos (al igual que madrileños y baleares), como también que la política de inversiones de los sucesivos gobiernos españoles no siempre han obedecido a criterios claros, objetivos y basados en la eficiencia, cuando no directamente en el clientelismo.

Así mismo, salta a la vista que la financiación de las autonomías de régimen común ha de ser nuevamente mejorada, sobre todo para atender a los cruciales servicios educativos, sanitarios y sociales que prestan, y que el nuevo modelo debería regirse entre otros principios por el de ordinalidad para que no se produzcan alteraciones excesivas una vez se ha ejercido la solidaridad entre territorios.

Sorprende que desde posiciones de izquierdas se caiga en las trampas del discurso soberanista

Señalar estos u otros problemas, sin olvidarnos del agravio que provocan los cupos forales, no permite en absoluto sostener la tesis del expolio. Tal extremo no pretende otra cosa que dar cobertura moral a la secesión, soslayando así el principio redistributivo con el resto de españoles. En efecto, la otra cara de este argumento, con el que se pretende seducir a las clases populares y medias catalanas, es que, “cuando nos hayamos librado de la rémora del Estado español, no harán falta recortes sociales”, pues gracias a nuestros propios recursos “podremos tener un bienestar social envidiable”, afirmaba Josep Rull, secretario de organización de CDC, en la presentación de una campaña secesionista en la que entre otras maravillas se augura un descenso del paro del 10%.

Estas engañosas promesas ponen de manifiesto hasta qué punto estamos ante una propuesta populista. Por eso sorprende que desde posiciones de izquierdas, como la que deberían defender los sindicatos mayoritarios en Cataluña, se caiga en la trampa del soberanismo, cuando la historia nos muestra que la exacerbación de los conflictos que tienen una base identitaria, aunque intenten camuflarse tras otras máscaras, diluyen las verdaderas luchas por una mayor igualdad y justicia social.

Al lado del expolio, la sentencia del Tribunal Constitucional se ha convertido para el discurso nacionalista en una especie de punto de no retorno. Todo el proceso de reforma estatutaria fue desgraciado desde el principio hasta el final; los actores políticos del momento, tanto en Barcelona como en Madrid, actuaron con frivolidad y cortoplacismo, siendo particularmente maliciosa la actitud del PP. La sentencia llegó tarde, con un tribunal desprestigiado y a solo cuatro meses de las elecciones autonómicas de 2010.

¿Es lícito  someter a votación una propuesta que dice ser un remedio milagroso contra la crisis?

En ese escenario se impuso en Cataluña la lectura más negativa, la que convenía para argumentar la legitimidad moral de la secesión. Pero la realidad es que la sentencia dejó vivo el Estatuto, como subrayaba hace poco el jurista y exmagistrado Pascual Sala, lo cual no niega la grave contradicción de que unos jueces enmendasen a posteriori lo que los ciudadanos ya habían ratificado en referéndum. El carácter interpretativo de la sentencia en las cuestiones más polémicas puso de manifiesto la necesidad de una reforma constitucional en profundidad del título VIII, como en más de una ocasión expresó la entonces presidente del TC, María Emilia Casas.

El soberanismo ha logrado extender un relato que culmina con la exigencia de ejercer un derecho que se presenta como algo democráticamente incontrovertible: decidir unilateralmente la secesión y hacerlo cuanto antes. En una Cataluña sobreexcitada, donde no siempre se respeta la neutralidad informativa y escasea el pluralismo de opinión, dudo que votar ahora acabara siendo la culminación de un debate democrático, realmente deliberativo. Y cuando en medio de tantas angustias socioeconómicas la secesión se ofrece, sobre todo, como un remedio milagroso para salir de la crisis y alcanzar a continuación un bienestar envidiable, me pregunto si en estas condiciones es lícito someter a votación una propuesta populista.

Joaquim Coll es historiador

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