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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Parálisis catalana

Es urgente que el diálogo sustituya a las tácticas excluyentes y la ausencia de iniciativa política

Un semestre largo después de iniciada la legislatura, Artur Mas se dispone a dar los primeros pasos para la convocatoria de un referéndum sobre el encaje de Cataluña en España. Es de desear que esta iniciativa no sea un mero trámite burocrático para cubrir a desgana el expediente —en forma de carta al presidente del Gobierno—, sino expresión de una doble voluntad de actuar en la legalidad de forma pactada, como prescribe el ordenamiento. Para ello debería distanciarse de su propia práctica reciente, teñida de un tono excluyente hacia la mitad de las fuerzas parlamentarias y en ocasiones de un perfil jurídico al borde de la legalidad.

La declaración parlamentaria de soberanía representó apenas a la mitad de los catalanes; el Consejo Nacional de la Transición no amplía esa base en su tarea de dar forma al camino hacia la independencia; las “estructuras de Estado”, como la fusión de las agencias tributarias, aunque de resultados irrelevantes, simbolizan un proceso cuyo resultado ha sido predeterminado por las cúpulas soberanistas; y la extensión internacional del asunto ha generado estrepitosos fracasos siempre aderezados por la activa propaganda convergente; en esto sí ha demostrado eficacia el Gobierno de Mas, carente de presupuesto y envuelto en escándalos como el del saqueo del Palau o el caso de las ITV. Políticamente, la cuestión catalana está paralizada en manos de un Gobierno ausente. Solo funciona en Cataluña la ciudadanía, y una economía resistente a la catástrofe que, contra pronóstico, sabe seguir exportando.

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En el otro lado, el Gobierno ha seguido su estrategia, con frecuencia ajena a la realidad y más basada en herramientas jurídicas que políticas: recursos judiciales ante cualquier acción, remisión a la Constitución como frontón frente a toda reclamación en vez de cauce para aquellas que lo merecen; y la puesta en pie de una obra legislativa (unidad de mercado, reforma local, reforma administrativa, acción exterior) que no debería, al perseguir eficiencia y funcionalidad, dejarse llevar por un instinto recentralizador y de desactivación de un Estado autonómico inédito en la historia de España.

Lo dramático del enquistamiento no es la parálisis en sí misma, con ser ya mala porque impide una evolución del problema político subyacente. Lo dramático es que en ausencia de cambios, irá previsiblemente a peor. Así lo subrayan las encuestas que denotan el desbordamiento del nacionalismo convergente pasado al soberanismo a manos del auténtico independentismo radical. La hipótesis de que pueda suceder con Cataluña lo mismo que en Italia, cuando la Lega proclamó la independencia de Padania y no hubo nada, olvidan que esa formación carece de rivales nacionalistas. En nuestro caso, ante cada frustración, aumentan las filas del independentismo.

Situaciones como esta en las que, además, sentimientos y pasiones juegan un papel extraordinario, no deben prolongarse. Debería el Gobierno —si la propia parálisis de su partido no se lo impidiese— enfocarla de frente e incorporarla a la agenda, olvidando la (buena) excusa de que la prioridad es la lucha contra la crisis: guste o no, hay también otras. Si lo hace, pronto descubrirá que, principios aparte, quizá no hay soluciones prácticas buenas, sino salidas menos malas. Y todas pasan por el diálogo y la negociación.

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