Erdogan elige reprimir
El patente autoritarismo del primer ministro representa un grave riesgo para Turquía
Tres semanas después de que comenzara la crisis turca, el primer ministro Erdogan ha optado definitivamente por la confrontación. Los disturbios del domingo en Estambul, con su rosario de detenidos y renovada brutalidad policial, marcan el punto más grave de las protestas. El lenguaje incendiario de Erdogan y el hecho de que recurra a la movilización masiva de sus partidarios señalan una peligrosa escalada de intimidación. La situación adquiere tintes sombríos con los primeros enfrentamientos, en Estambul y otras ciudades, entre simpatizantes de Erdogan y manifestantes antigubernamentales.
Una crisis que debería haber sido manejada desde la mesura ha adquirido un nivel de polarización y violencia que no augura nada bueno para un país de enorme importancia geopolítica, cuyo Gobierno cultiva la imagen de modelo de democracia islámica y poder regional en auge. Erdogan utiliza ya un lenguaje inadmisiblemente descalificador y de combate. El domingo ha prometido escarmentar no solo a los manifestantes (“terroristas”), sino incluso a médicos y enfermeras que les han prestado improvisado socorro o a los mismos hoteleros que les han dado cobijo, “uno por uno”.
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La arrogancia impide a Erdogan apreciar en su medida la fractura de la sociedad turca entre el conservadurismo religioso y político que básicamente le apoya y el mayoritario laicismo de una clase media urbana en torno a la que se articula la protesta. Quienes se lanzan estos días a las calles con grave riesgo para su integridad (se cuentan por miles los heridos) son ciudadanos hartos de la amenaza a las libertades básicas que representa el partido gobernante Justicia y Desarrollo y de su deriva para imponer su visión islamista a casi una mitad del electorado que no le vota.
La plaza de Taksim ha contribuido decisivamente a rebajar el crédito internacional del jefe del Gobierno. Incluso entre sus adeptos surge la duda de si el más popular de los políticos turcos está en condiciones de seguir al timón. Los acontecimientos señalan inequívocamente la conveniencia de que Erdogan no se convierta el año próximo en presidente de la República, con poderes a su medida, como parecía cantado hace unas semanas. El instinto demagógico y de confrontación que exhibe es incompatible con el papel arbitral que exige la jefatura del Estado.
Turquía nunca ha sido una democracia en sentido estricto. Tampoco con Erdogan, pese a su reválida en las urnas.
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