El mito de la Transición consensuada
El cambio político no fue acordado, sino impuesto por el régimen a la oposición
Cuando el régimen que se inicia en 1976 muestra síntomas claros de estar agotándose, sus defensores nos instan a que volvamos al consenso que hizo el milagro de pasar de la dictadura a la democracia sin romper la legalidad, una hazaña histórica que todos nos envidiarían. Pero ¿acaso la Transición se hizo por consenso?, ¿es que el franquismo negoció con una oposición democrática sumergida en la clandestinidad?
Tras la muerte del dictador, se cumplió estrictamente lo previsto: el Rey jura las Leyes Fundamentales del Reino, garantizando la continuidad del régimen como un proceso abierto, tal como había sido concebido desde que se institucionaliza en 1946. No cambia el presidente del Gobierno ni el presidente de las Cortes, aunque ambos son conscientes de que había que poner en marcha reformas importantes, pero sin tener muy claro hasta qué punto irían encaminadas hacia una democracia plena y sobre todo a qué ritmo. Arias Navarro, más adicto al pasado, fracasa en el intento de limitar el proceso a permitir asociaciones políticas dentro de las estructuras del Movimiento, “contraste de pareceres”, mientras que el presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, llega a admitir los partidos políticos, incluido el comunista, y elecciones por sufragio universal, condenados como fuente de todos los males durante 40 años.
La fracción reformista del franquismo logró que las Cortes orgánicas aprobarán la Ley para la Reforma Política, que transformó la “Monarquía tradicional” prevista en una “Monarquía parlamentaria”, con dos Cámaras, elegidas por sufragio universal. Era la única manera, no solo de salvarla, sino de que permanecieran incólumes las demás instituciones del Estado, aunque para ello hubiera que enfrentarse a un franquismo, ciertamente minoritario y residual, pero fuertemente arraigado en las Fuerzas Armadas, que aspiraba a mantener las “esencias”. La Transición se llevó a cabo en las Cortes franquistas, negociada por un joven audaz, el último jefe del partido único, nombrado presidente del Gobierno para realizar esta tarea, siguiendo las instrucciones del presidente de las Cortes, cabeza pensante de la operación.
Caracterizar las primeras elecciones del 15 de junio de democráticas es una verdad a medias
La Transición no provino de ningún consenso entre el régimen y la oposición democrática, sino que fue una imposición neta de la fracción reformista del franquismo, que la mayor parte de la población revalidó, dispuesta a apoyar cualquier reforma que permitiera salir de la dictadura sin sufrir traumas graves ni correr demasiados riesgos.
Es obvio que la oposición tampoco podía desaprobar cualquier movimiento encaminado a restaurar la democracia, pero aun así optó por la abstención en el referéndum del 15 de diciembre de 1976 para mostrar claramente que la reforma se hizo sin su participación y con criterios que no compartía.
Para celebrar elecciones se necesitaban partidos y hubo que improvisarlos a la mayor brevedad: la UCD se organizó desde el Gobierno, y muchos otros, la llamada “sopa de siglas”, desde una sociedad civil por completo desarticulada. El único partido de la oposición con cierta implantación, sobre todo en Madrid y Barcelona, era el comunista. El PSOE renovado estaba aún dando los primeros pasos en su refundación, haciendo encaje de bolillos para que el Gobierno no legalizase al PSOE histórico. Se mantuvo un control estricto, ya que para concurrir a las elecciones había que pasar por “la ventanilla” y no se autorizaba a ningún partido que se declarase abiertamente republicano.
Caracterizar las primeras elecciones del 15 de junio de democráticas es una verdad a medias. Los partidos políticos se habían formado desde la cúspide, con un fuerte déficit democrático que muchos creímos que sería coyuntural —había que garantizar la gobernabilidad, mientras la sociedad se fuera adaptando a la convivencia democrática—, pero que ha resultado ser el factor principal de corrupción de los últimos 30 años. El partido gubernamental presenta como candidato, sin siquiera dimitir, al presidente franquista que había dirigido la reforma desde el interior del régimen, apoyado por el aparato del Estado, el canal único de televisión y la prensa del Movimiento.
En la elaboración de la Constitución ya funcionó el consenso, pero sin salirse de las coordenadas de la Ley para la Reforma Política
El 18 de marzo de 1977, con el objetivo de asegurarse la mayoría absoluta, sin negociar con ninguna otra fuerza política, Adolfo Suárez dicta una ley electoral que no cumplía los requisitos mínimos de equidad: listas cerradas y bloqueadas, sistema proporcional con correcciones de tal tamaño que lo desfiguran por completo, al ser la provincia el distrito electoral, pero limitando el número de diputados a 350, que favorece a las que tuvieran menos habitantes y perjudica a las más pobladas. En suma, a nivel nacional se beneficia a los dos primeros partidos a costa de los demás, y en la provincia a los partidos nacionalistas, que con muchos menos votos pueden obtener más escaños que los nacionales a partir del tercer puesto. Con pequeñas modificaciones la ley electoral sigue vigente y, al favorecer a los dos primeros partidos nacionales y a los nacionalistas periféricos, los beneficiados en ningún caso han querido cambiarla.
Los resultados de estas primeras elecciones fueron, sin embargo, doblemente sorprendentes: Suárez con el 34,4% de los votos, no consiguió la mayoría absoluta, ni, como se esperaba, el partido comunista fue el segundo partido más votado, sino un PSOE recién renovado que parecía traer una brisa democrática rejuvenecedora y alcanzó el 29,3% de los votos.
En la primera oportunidad que se les dio a los españoles de manifestarse —no cuento los referendos franquistas de antes, o inmediatamente después de la muerte del dictador— impusieron dos correcciones importantes a la reforma oficial: la primera, al declarar las Cortes elegidas su voluntad de redactar una Constitución democrática, la última Ley Fundamental quedaba de facto derogada, poniendo punto final al franquismo.
El miedo a una nueva guerra civil explica la pasividad de la población ante el golpe del 23-F
La segunda, al ser el socialista el primer partido de la oposición, todavía sin cuajar, pero del que se esperaba una renovación democrática del país, nos libraba de la conjunción del franquismo reformista con el eurocomunismo, que hubiere garantizado a la derecha la permanencia indefinida en el poder, ya que por mucho que los que los comunistas hubiesen renunciado a su ideología revolucionaria, hubieran roto con la Unión Soviética y reconocido la Monarquía, en tiempos de la “guerra fría” no hubieran podido gobernar.
Y ahora sí, en la elaboración de la Constitución ya funcionó el consenso, aunque paradójicamente sin salirse de las coordenadas impuestas por la Ley para la Reforma Política. Dos presiones resultaron decisivas: la de un ejército franquista que miraba con recelo el proceso de democratización, como quedó confirmado el 23-F, y el miedo de los dos bandos a una nueva guerra civil.
La amenaza de una guerra civil se vivió con tal intensidad durante la Transición que explica la pasividad de la población en aquella trágica noche del 23-F: nadie trató de oponerse al golpe, seguros de que en la Europa democrática la dictadura militar no podría durar mucho, y aunque durase, era preferible a un enfrentamiento bélico entre hermanos. El temor a una nueva guerra civil, no su olvido, aclara el empeño en no recordar un pasado tan trágico, una amnesia que escogieron los españoles como modo de evitar un enfrentamiento, que sin duda es lo más contrario a una amnesia, aunque probablemente olvidar sea la mejor manera de sobrevivir a un mal recuerdo.
Al ser la Transición en la forma en que se hizo la fuente principal de legitimidad —de la legalidad franquista a la nueva legalidad democrática, manteniendo la más estricta continuidad en la jefatura, las instituciones y Administraciones del Estado— se comprende que la generación que la llevó a cabo la elevara a la categoría de modélica, pero tampoco debiera sorprender que la de los hijos, y sobre todo la de los nietos, la pusiesen en entredicho.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología.
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