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Tribuna
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Constituciones mentirosas

España debería dejar tranquila su Carta Magna y centrarse en los problemas económicos

Pablo Salvador Coderch

Muchas Constituciones mienten. La Española de 1978 no lo hace. Tiene otros defectos —es un armatoste espantosamente rígido, permanece anclada en la división provincial de 1833, es muy poco eficiente—, pero no miente, no engaña a nadie. De hecho, la mayor parte de las quejas y protestas dirigidas contra ella provienen de quienes quieren cambiarla porque sus disposiciones, que se aplican y de qué modo, disgustan. Se mire como se mire, la Constitución Española vigente es bastante efectiva, no es ninguna pantalla como lo fue la soviética de 1936 o como lo es la nigeriana de 1999 y como lo son tantas otras que llevan el nombre de Constituciones, no su sustancia.

En la historia del derecho comparado, la distinción entre Constituciones reales y puramente nominales es tan vieja como difícil de precisar. Recientemente, David S. Law y Mila Versteeg han abordado la tarea de hacerlo, y, aunque, por falta de un modelo sólido, los resultados obtenidos son desiguales, nos enseñan cosas. En Constituciones simuladas (Sham Constitutions, marzo de 2013, accesible en Internet), Law y Versteeg tratan de medir el grado de sinceridad de las Constituciones escritas de los países del mundo que presumen de tener una.

Los autores entienden por Constitución cualquier instrumento legal que un país califica formalmente como tal, sea cual sea el procedimiento de su elaboración, y añaden, con sencillez que desarma, que una Constitución miente si sus disposiciones se incumplen. Luego distinguen entre tres tipos de derechos fundamentales: aquellos que protegen la integridad de los individuos, como el muy básico a que el Gobierno y sus agentes no maten, ni encarcelen, ni hagan daño a sus ciudadanos; luego están aquellos que reconocen a los ciudadanos derechos civiles, como la libertad y la propiedad, o políticos, como el de votar o los de asociarse libremente, y por último están los derechos socioeconómicos y comunitarios, como los relacionados con el Estado del bienestar. Algunas Constituciones, escriben, son muy sinceras en relación con los primeros, otras lo son con los segundos, algunas con los terceros y pocas con todos. Hay ahí un sesgo a favor de los países ricos, pues es obvio que el que promete mucho ha de tener con qué cumplir. Otro sesgo que no agradará es el predominio europeo, pero es lo que hay y está bien, pues nosotros estamos en Europa. En todo caso, está claro que algunos Estados cumplen mejor que otros en cada una de las categorías de derechos medidos o en todas ellas.

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La ley fundamental española de 1978 figura a un buen nivel respecto a otras desde hace más de treinta años

El análisis se complica porque hay Constituciones lacónicas, las cuales prometen poco, pero que, modestas y sinceras, cumplen bien lo poco que anunciaron. Otras son ambiciosas y prolijas, prometen la luna y las estrellas, pero incumplen a modo. Así, Australia o Dinamarca, parcas en sus promesas, hacen honor a ellas; mientras que Nigeria y Rusia prometen bastantes cosas, pero luego les cuesta cumplir. En general, es mejor una Constitución delgada, pero fuerte, que otra sobrada de peso muerto: la regla básica de todo sistema de derecho es que gobiernos y ciudadanos han de poder saber a qué atenerse después de leer el manual básico de conducta de unos y de otros.

La metodología del trabajo es todavía rudimentaria. En lo fundamental, los autores agregan indicadores usados por investigadores reconocidos o por organizaciones e instituciones experimentadas, aunque muy heterogéneas, como Amnesty International y el Banco Mundial. Pero, por lo menos, la unidad de medida es igual para todas, permite ordenar ideas, contrastar resultados y repetir la prueba con mejores herramientas. La buena noticia para los atribulados juristas y ciudadanos de este país, siempre mejor que aquello que nos empeñamos en creer, es que la tan criticada Constitución Española de 1978 figura en buen nivel desde hace más de treinta años. Así, en 2010, quedamos en un excelente sexto lugar, entre Suiza y Chile y por delante del Reino Unido. Naturalmente, imagino las descalificaciones que suscitará este ranking, como lo hacen casi todos.

Pero el caso británico se explica por la tradicional y admirable primacía del Parlamento por antonomasia. Los autores toman buena nota de que las democracias troqueladas por el modelo de Westminster, de respeto secular a las leyes votadas por los parlamentos del país, son un grupo aparte y sostienen que la pertenencia a la familia del Common Law es un buen indicio predictivo de sinceridad constitucional. Hay otros, y su identificación es uno de los méritos del análisis de Law y Versteeg: el nivel de democracia del país o el hecho de que haya ratificado convenios internacionales sobre derechos humanos y el nivel de riqueza económica, juntos, ayudan a ser sinceros, constitucionalmente hablando. Por el contrario, una historia reciente de guerras interestatales o civiles, las divisiones étnicas, religiosas o lingüísticas en un mismo país, el tamaño de su población —cuanto mayor, peor— o la región geográfica —malos vecinos— permiten augurar resultados más pobres en función de la sinceridad constitucional.

En España, la moraleja que podemos extraer de este meritorio intento de ranking constitucional es triple: constitucionalmente, estamos mucho mejor que casi todos. Europa es el marco de referencia y ha de seguir siéndolo. Y dado lo anterior, haríamos bien en dejar a la Constitución lo más tranquila posible y centrar durante diez años nuestra atención en mejorar la eficiencia de las administraciones, de las empresas y de los ciudadanos. El primer problema del país es la economía, no la Constitución.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.

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