Transformar el sistema
En este cambio de época reaparecen problemas sempiternos. Salir de la crisis exige renovar una política gripada, alejada de los ciudadanos e incapaz de generar el proyecto y los pactos nacionales necesarios
"Las nuevas generaciones no entran en la política (…) advierten que son extrañas totalmente a los principios, a los usos, a las ideas y hasta al vocabulario de los que hoy rigen los organismos oficiales de la vida española. ¿Con qué derecho se va a pedir que lleven, que traspasen su energía, mucha o poca, a esos odres tan caducos, si es imposible toda comunidad de transmisión, si es imposible toda inteligencia?" Así, de forma radical, incluso más en otros pasajes, se expresaba José Ortega y Gasset en su famosa conferencia del 23 de marzo de 1914 en un abarrotado Teatro de la Comedia de Madrid, titulada Vieja y nueva política. Concluía: “La nueva política tiene que ser toda una actitud histórica”.
Mucho se invoca a Ortega y Gasset estos días. Y no solo porque el filósofo fuera a la raíz de las cosas, sino porque estamos ante otro cambio de época. Y porque están reapareciendo algunos de los problemas sempiternos de España. Aunque haya que releer ese texto, y otros instructivos de la época en toda Europa, no es que hayamos vuelto a 1914 y al distanciamiento entre una España “oficial” y otra “vital”. Esta España, esta Europa y este mundo, son muy diferentes. Mas sí se vuelve a plantear la necesidad de una transformación del sistema político, de una nueva política. Si de algo ha de servir la advertencia de 1914 —ante una restauración canovista que no supo renovarse—, es para acelerar el cambio, y no tener que esperar otra larga agonía de 17, 30 o hasta 64 años para resolver situaciones.
Hay varias razones de peso para acelerar la transformación de la política en España. La primera es que el actual sistema político no hizo sonar las alarmas cuando tenía que haberlo hecho, con fallos multiinstitucionales. Y cuando llegó el desastre económico fue incapaz de responder al reto de la crisis. El sistema no ha podido generar ni los nuevos proyectos nacionales que hubieran sido necesarios ya hace cinco años ni acuerdos políticos y sociales para llevarlos a cabo cuando la situación se empezó a torcer. Ahora son incluso más necesarios. A los que defienden que hay que resolver la economía antes que la política hay que decirles que hoy es justamente la política la que impide resolver la economía al dificultar esos acuerdos y reformas que liberen las energías creativas que existen en este país como nunca antes. Hay que renovar un sistema caduco en el que las fuerzas políticas y los interlocutores sociales se han apolillado. Para esas reformas hay que romper intereses creados contra los que chocan un Gobierno tras otro. Menos mal que muchas de estas reformas las impone “Europa”, que sigue siendo parte esencial de “la solución”.
El peligro es que la democracia española degenere en
un simulacro
Pero Europa no bastará. Se necesita que el sistema político funcione bien para llevar a cabo las reformas económicas que requiere este país, y para que la sociedad las comprenda y las acepte. El distanciamiento entre la ciudadanía y la clase política lo dificulta. Hay que poner los instrumentos y los procesos para superarlo.
Diversos baremos objetivos (The Economist, Freedom House) apuntan a este deterioro de la democracia, y no solo en España. Pues muchos de estos problemas los tienen otros países de nuestro entorno. El deterioro de la democracia en el mundo viene de hace tiempo y se ha agravado en estos penosos años para Europa. Hay una crisis de gobernación derivada de la pujanza de las “cuatro fuerzas dominantes” a escala global, como las llama Thierry Malleret: la interdependencia, la complejidad, la aceleración y la transparencia.
Este deterioro no marca un camino hacia una dictadura. El peligro es ir hacia una no-democracia, o en el mejor de los casos, a la posdemocracia, como lo llamó Colin Crouch ya en 2005, antes de la crisis. El peligro es que la democracia española degenere en un simulacro protagonizado por actores atrincherados en el sistema institucional que impide el paso de fuerzas renovadas. Esas fuerzas podrían canalizarse por los mismos partidos y sindicatos, pero sus estructuras lo impiden. Tienen que cambiarlas o les cambiarán.
En España, la Transición fue un éxito, dadas las circunstancias. No se trata de negarlo, sino de entender lo ocurrido, y de partir de que aquel éxito no agotó la necesidad de renovación de la democracia española. Es más, los propios elementos del éxito —el establecimiento de partidos políticos donde no los había; unas Administraciones locales y regionales que han transformado para bien hasta los pueblos más recónditos, etcétera— han llevado al bloqueo, al gripaje, del sistema. A veces se nos olvida que así funciona la dialéctica histórica (en su sentido hegeliano): los aciertos producen sus propias contradicciones que es necesario superar, también para adaptar el sistema político a una sociedad española que ha cambiado en profundidad.
La nueva transición
debe cambiar la clase dominante por
una clase dirigente
La transformación del sistema político requiere, claro está, de una profunda renovación de la Constitución que fue fruto de un momento histórico. Un nuevo compromiso con la Constitución ha de implicar renovar algunas de sus partes, y hacerla menos rígida. Hay que adaptarla a la vinculación con la Unión Europea, que está alcanzado una intimidad insospechada. También hay que modificar el sistema electoral, la Ley de Partidos, el Estado de las Autonomías y tantas instituciones, incluidos los sindicatos y la patronal. No bastarán cambios en las leyes, por muy importantes que sean. La nueva política requiere nuevas reglas, sí, pero también lo que Ortega y Gasset llamaba “nuevos usos” para dejar atrás viejos “abusos” y evitar que, como Alien, vuelvan a resurgir, como ha ocurrido en el actual sistema, el caciquismo, forma extrema de clientelismo, y otros malos modos, como la corrupción, que, ingenuamente, creímos desterrados de la vida política española.
Se requiere también recuperar ese sentido de la política en democracia que es la relación y el control de los ciudadanos sobre el Estado y las élites que eligen para que les gobiernen en una sociedad ahora conectada y con una mayor capacidad de participación. Función central de la política en democracia es reconciliar economía y sociedad. Y no lo hemos logrado. Hay un desentendimiento de las élites con la suerte de los ciudadanos que choca a más de un observador de países con un sentido democrático más avanzado. En España sigue habiendo clase dominante antes que una clase dirigente. Cambiar esa situación, que dejó pendiente la Transición, es una verdadera tarea para estos tiempos, una tarea en la que han de entrar las nuevas generaciones. Pues, una vez más en la historia de España, será necesario para el cambio de política un cambio de generación.
Hasta aquí el porqué, y algunos apuntes sobre el qué de esta transformación. Pero también hay que responder al cómo, a una estrategia política para un cambio que tomará varios años —como varios años vamos a tardar en salir de la crisis económica y las dos cosas—, pero que hay que poner en marcha ya, so pena de que haya que llegar a una ruptura en vez de a una reforma. Esa es la lección de 1914 y de la “enorme gravedad de la situación”. Aunque en política no basta tener buenas ideas si no se sabe cómo llevarlas a cabo.
Andrés Ortega es director del Observatorio de las Ideas y cofundador de Intelligence Unit on Spain. Está escribiendo un libro sobre este tema.
Andrés Ortega es director del Observatorio de las Ideas y co-fundador de Intelligence Unit on Spain. Ahora escribe un libro sobre este tema.
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