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Columna
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Nadie fía a nadie

Entre el sufrimiento a cámara lenta del paro y el pánico bancario, se decidió acabar con este

Joaquín Estefanía

Desde el verano de 2007, los gobernantes del mundo hubieron de tener en cuenta obligatoriamente las lecciones de la Gran Depresión. En los años treinta del siglo pasado se formaban dos colas interminables: la de la beneficencia, para comer (no existía el Estado de bienestar ni el seguro de paro), y la de los bancos, para recuperar los ahorros de una vida (no había fondo de garantía de depósitos).

Como el dinero es finito, esas élites decidieron, sin consultárselo a nadie, que meterían paladas de dinero público para ayudar a los bancos a sobrevivir (por ejemplo, en la España de 2012, de los 10 puntos porcentuales de déficit público; 3,25 son muletas al sector financiero, a fondo perdido) y dar seguridad a los depositantes, en detrimento de los fondos para generar crecimiento y crear empleo (infraestructuras, inversión pública general, etcétera).

Tomaron una opción política: prefirieron evitar el pánico bancario, compulsivo, inmediato, en detrimento del sufrimiento a cámara lenta que genera el desempleo. Apostaron por eliminar la cola de los bancos a costa de alargar la del paro. El único momento en que se hizo una excepción fue con Lehman Brothers, en el otoño de 2008, y salió fatal: la única ocasión en que el capitalismo hizo gala de su máxima del riesgo moral (que cada palo aguante su vela) es la coyuntura en que todo fue posible, incluso la quiebra del sistema.

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La vía chipriota de intervención, hasta donde se sabe y dadas las continuas y contradictorias formulaciones anunciadas desde que emergió el problema hace 10 días, rompe también el principio de las dos colas: uno no puede estar tranquilo ante las posibilidades crecientes de quedarse en paro, y tampoco respecto a los ahorros que tenía atesorados para cuando se quede parado, para la jubilación, o sencillamente para combatir una enfermedad (dado que, además, los elementos de la protección social se van deteriorando con suma rapidez).

El ejemplo de Chipre (0,2% del conjunto de la economía del Eurogrupo) castiga, en casos derivados de sectores financieros débiles o sobredimensionados, a los accionistas primero, después, a los poseedores de todo tipo de deuda (sea basura o de alta calidad), y por último, a los depositantes. Ante el susto causado por el hombre de Merkel en el Eurogrupo, el holandés Dijsselbloem —que habló de Chipre como una plantilla para futuras dificultades—, otros dirigentes han negado esta posibilidad: Chipre no es un experimento de cuyo resultado dependerá el futuro. El problema es que nadie les cree. De nuevo nadie se fía de nadie.

Más que la vuelta a la casilla de salida de la crisis financiera, el modelo chipriota de intervención semeja al castigo a Sísifo, de la Odisea, recreado por Albert Camus: Sísifo empuja una enorme piedra cuesta arriba, por una ladera empinada; antes de alcanzar la cima de la colina la piedra rueda hacia abajo y tiene que empezar de nuevo, desde el principio. Una y otra vez.

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