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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una década frustrante

Decenas de miles de muertos y un billón de dólares no han llevado a Irak ni democracia ni paz

La sucesión de bombas que mató ayer a más de medio centenar de personas en barrios chiíes de Bagdad no es un hecho excepcional en un país donde mueren cada año cerca de 4.000 en atentados. Más bien ilustra trágicamente la realidad de Irak 10 años después de su invasión por Estados Unidos en aras de la “seguridad mundial”, según el ultimátum de George W. Bush a Sadam Husein.

Ni había armas nucleares o biológicas en Irak, ni Bagdad patrocinaba el terrorismo islamista. La campaña que destruyó las estructuras militares y políticas de la dictadura alumbró una guerra civil con decenas de miles de muertos, la mayoría a manos de las milicias surgidas del vacío de poder. Una década y un billón de dólares después, nadie puede asegurar que el país árabe vaya a pervivir como un Estado unificado y democrático.

Sobre el papel, el Gobierno soberano iraquí armoniza los intereses de la mayoría chií y las minorías suní y kurda. En realidad, un primer ministro de tendencias dictatoriales, el chií Nuri al Maliki, llegado al poder en 2005, ejerce un férreo control sobre decenas de servicios de seguridad y busca perpetuarse al final de su segundo mandato, contra lo decidido por el Parlamento. Los suníes, dominantes con Sadam, son ahora los oprimidos, en abierta rebelión contra el Gobierno. En el norte, los kurdos, virtualmente independientes y engrasados por su petróleo, quieren saber poco o nada de su pertenencia a Irak.

Bush y Blair ignoraron las fuerzas que desataría el derrocamiento del tirano. No solo eran falsos los presupuestos que justificaron la invasión, cuyo eco resuena hoy en la pasividad de la política de Obama en Oriente Próximo; también han resultado serlo sus supuestas consecuencias. Ni la democracia ha echado raíces, ni el terrorismo ha sido extirpado de un Irak laboratorio en buena medida del fanatismo islamista. Tampoco Bagdad se ha convertido en estrecho aliado de EE UU (es más bien el Irán chií el que profundiza su penetración) ni en su privilegiado proveedor de crudo.

Pocos en Irak creen posible regresar a la salvaje guerra civil de hace pocos años. Pero también pocos creen en el progreso de un país dividido, cuyos dirigentes están más atentos a la intriga sectaria que al hecho de que casi la mitad de la población adulta no tenga trabajo; o a que Bagdad, donde habita el 20% de los iraquíes, siga siendo territorio de los dinamiteros, pese a su asfixiante telaraña de seguridad.

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