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Columna
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La burla nacional

En la calle lo que se oye ya es el lugar común que más ennegrece: todos son iguales

Juan Cruz

Este país ya tiene asentada en la comisura de los labios la mueca del desengaño. Pasa con las personas y pasa con los materiales, se oxidan, cómo no va a pasar con los países.

Un país oxidado que requiere el reciclaje de su ánimo. El ánimo nacional está maltrecho; demasiadas evidencias de que lo que ocurre no es solo una crisis que se descorrerá cuando cambie el ciclo. Le dan muchas vueltas, en el Parlamento, en la prensa, en la calle, a lo que sucede.

En el Parlamento, el presidente dice que esto que pasa (la corrupción, por ejemplo) ya le pasó a los que ahora se lo recriminan. En la prensa, burleteros antiguos exhiben en público los materiales de los que se ufanan y ocultan cómo han usado la mentira y la calumnia desdeñosa para hacer un país peor, más desconfiado, menos seguro, donde la dignidad de las personas no importaba si el desdén podía usar el peso de las cinco columnas.

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Y en la calle lo que se oye ya es el lugar común que más ennegrece: todos son iguales. En esa maldita igualación se ha trabajado con ahínco, y han trabajado también los perjudicados. Ahora hace falta fregar el piso, limpiar las paredes, abrir las puertas y las ventanas, quitarle el hollín a las cuentas, decir “lo siento” donde debe decirse y empezar de nuevo; si es preciso, empezar como si nunca antes hubiéramos tenido un país tan triste.

Muñoz Molina dice en su último libro, que aún no ha aparecido, que hubo un tiempo en que todo parecía sólido; había convicciones, gente que las llevara adelante, confianza. Y de pronto todo eso resultó ser nada, y ahora se desmigajan las pocas piedras que teníamos. Al contrario de lo que expresó en las Cortes, es deseable que el presidente del Gobierno ofrezca una hoja de ruta, un síntoma de que tiene una perspectiva, la seguridad de que ha visto cajones que otros no han visto y que se dispone a limpiarlos para que ya no queden ni sombras ni dudas, para que no quede ninguna sombra de duda.

No es un tiempo de reproches mutuos; la oposición lo hizo peor que nosotros, qué dice ahora; eso ya se nos ocurrió, qué hacen ahora, quieren aparecer en la foto, pues que vayan esperando sentados. Este país se ha contagiado de esos burleteros capaces de jugar con el prestigio de otros, incluso con sus sentimientos, con tal de quedar por encima exhibiendo su vanidoso desdén.

Un país así, que padece esos contagios, es un país obligado a pararse como el sol que invocaba Espronceda. Y a partir de ese instante en que todos recuperemos la respiración para seguir andando es probable que se perciba en la calle, como cuenta Juan Antonio Masoliver Ródenas que decía Joyce, que ya es hora de cambiar de conversación porque el país está siendo otro. Mientras tanto, este país se hace pegajoso, a veces cruel, como esas mujeres que quieren borrar el rostro de los otros, para robarles, por cierto, en la impresionante versión que de El malentendido de Camus hace Cayetana Guillén Cuervo en el Centro Dramático Nacional.

Un país sobrecogedor, en sentido lato y también simbólico, un país de burla que ahora o se hace serio o no será nada más que un país de sobreentendidos y de malentendidos.

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