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Tribuna
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El eclipse de la razón británica

Fuera de la UE, cambiaría la calidad de la existencia de Reino Unido

Joschka Fischer

Cuando están demasiado tensas, las cadenas tienden a romperse por el eslabón más débil. Figurativamente hablando, lo mismo se aplica a la Unión Europea. Así es como todo el mundo naturalmente suponía que cualquier proceso de desintegración de la UE empezaría principalmente en el sur europeo acosado por la crisis (Grecia, primero y principal). Pero, como ha demostrado el primer ministro británico, David Cameron, es mucho más probable que la cadena europea no se rompa por su eslabón más débil, sino por el más irracional.

Reino Unido —la patria del pragmatismo y el realismo, un país de principios imperturbables y una adaptabilidad inigualable que renunció estoicamente a su imperio después de defender con éxito la libertad de Europa contra la Alemania nazi— ahora ha perdido su rumbo. Más precisamente, ha tomado el camino equivocado gracias a la fantasía ideológica del Partido Conservador de que ciertas competencias de la UE pueden y deben regresar a la soberanía británica.

Los intereses nacionales de Reino Unido no han cambiado, y ninguna alteración fundamental dentro de la UE ha ido en contra de esos intereses. Lo que cambió es la política doméstica de Gran Bretaña: un primer ministro demasiado débil como para controlar a sus aproximadamente 100 diputados antieuropeos (llamémoslos el “Máximo Tea Party”) en la Cámara de los Comunes, y un stablishment conservador preocupado por el ascenso del Partido de la Independencia de Reino Unido, que podría costarles a los tories suficientes votos de la derecha como para darles a los laboristas una ventaja electoral.

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Renegociar el estatus comunitario de Londres implica el fin de la UE

Cameron sostiene que no quiere que Reino Unido abandone la UE. Pero su estrategia —una “renegociación” de su condición de miembro de la UE, seguida de un referendo británico sobre el nuevo acuerdo— es el producto de dos ilusiones: primero, que puede asegurar un resultado positivo, y segundo, que la UE puede y quiere aceptar las concesiones que él busca.

De hecho, existe una buena razón para creer que un proceso de estas características cobraría una dinámica propia, que podría derivar en una salida británica no intencionada de la UE. Ese sería un duro revés para la UE; para los británicos, que cometieron un error tras otro a lo largo de la historia, sería un verdadero desastre.

Si bien Gran Bretaña seguramente sobreviviría fuera de la Unión Europea, la calidad de su existencia es otra cuestión. Al abandonar la UE, Reino Unido perjudicaría seriamente sus intereses económicos, y perdería tanto el mercado único como el papel de Londres como centro financiero. Una salida también afectaría los intereses geopolíticos de Gran Bretaña, tanto en Europa (donde, irónicamente, favorece una ampliación de la UE) como, a nivel mundial, en su posicionamiento global y su relación especial con Estados Unidos (que ha dejado bien claras sus preferencias por un Reino Unido europeo).

Desafortunadamente, los antecedentes de Cameron en la política europea no inspiran confianza en su capacidad de manejar un desenlace diferente. Cuando, en 2009, les ordenó a los miembros británicos conservadores de la Eurocámara retirarse del Partido Popular Europeo, la agrupación a nivel comunitario de fuerzas políticas de centro-derecha, no hizo más que privar a los tories —hoy relegados a sentarse con los sectarios y oscurantistas— de toda influencia en el Parlamento Europeo. Al debilitar la posición de Reino Unido dentro de la UE, terminó fortaleciendo a los euroescépticos dentro de su partido.

Pero, si bien Cameron debería saber a partir de la nefasta experiencia qué es lo que se avecina, parece que ha abandonado las consideraciones racionales. De hecho, la idea de que la UE renegociaría los términos de la pertenencia como miembro de Gran Bretaña —suponiendo, además, que Alemania no pondría objeciones— raya el pensamiento mágico. Este tipo de precedente sería aplicable al resto de los Estados miembros, lo que implicaría el fin mismo de la UE. Con todo el debido respeto por Reino Unido, desmantelar la UE como precio a pagar por seguir siendo miembro es una idea absurda. Cameron debería reconocer que su estrategia es imposible de aceptar (incluso si teme que unas pocas correcciones cosméticas al Tratado no le ayudarán en su país).

Mientras tanto, los tories corren el riesgo de perder el rumbo en una cuestión crucial —la reforma de la relación entre la eurozona y los miembros de la UE no pertenecientes al euro— si intentan utilizarla como influencia para renegociar los diversos tratados europeos. Gran Bretaña sabe que la supervivencia del euro requiere una integración política mucho más estrecha, y también que el papel de Londres como centro financiero —tan importante para Reino Unido como la industria nuclear lo es para Francia y la industria automotriz para Alemania— se vería afectado si el euro fracasara. Si bien nadie debería esperar que los británicos se sumen al euro en el corto plazo, el liderazgo político dentro de la UE requiere perspicacia para tener en cuenta los intereses centrales del propio país y los del resto de los Estados miembros sin enredarse en amenazas. Sin embargo, esto requiere un entendimiento adecuado de esos intereses y la voluntad de cooperar basándose en una confianza mutua, que debería ser un hecho consumado en el interior de la familia europea.

Los discursos, particularmente los pronunciados por los líderes de las grandes naciones, pueden ser útiles, irrelevantes o peligrosos. El discurso largamente planeado de Cameron sobre Europa se pospuso una y otra vez. Quizá debería haberlo interpretado como una señal de que tendría que reconsiderar su posición.

Todavía puede hacerlo, antes de que sea demasiado tarde. El mejor punto de partida sería una relectura del famoso discurso de Winston Churchill en Zúrich en 1946. “Debemos crear una especie de Estados Unidos de Europa”, instó el mayor estadista de Gran Bretaña del siglo XX. Esa sigue siendo nuestra tarea —y la de Gran Bretaña— a día de hoy.

Joschka Fischer fue ministro de Relaciones Exteriores y vicecanciller de Alemania entre 1998 y 2005 y líder del Partido Verde alemán durante casi 20 años.

Copyright: Project Syndicate/Institute for Human Sciences, 2013.

www.project-syndicate.org

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