Egipto ante el abismo
La explosión de violencia popular exige un radical viraje democrático del régimen islamista
En menos de 48 horas han muerto en Egipto, en medio de un formidable despliegue militar y policial, alrededor de cuarenta personas (centenares más están heridas) a causa de la violencia política. Los enfrentamientos iniciados en El Cairo y otras grandes ciudades con protestas multitudinarias contra el presidente islamista Mohamed Morsi alcanzaron su paroxismo ayer en Port Said, tras conocerse la condena a muerte por un tribunal cairota de 21 hinchas del equipo de fútbol local por los trágicos acontecimientos que hace un año causaron 74 muertos en la ciudad portuaria.
Aunque con pretextos aparentemente diferentes, la alarmante violencia que se extiende por Egipto en el segundo aniversario de la caída de Mubarak tiene una raíz fundamental: el creciente y profundo malestar con un régimen, el de los Hermanos Musulmanes, que para muchos ha traicionado los principios de la revolución democrática que permitió su encumbramiento mediante las urnas. El cisma entre islamistas y laicos, pese a que la oposición liberal representada por el Frente de Salvación Nacional no ha sido capaz de articular hasta ahora una alternativa convincente, lleva al país a una alarmante deriva, acentuada por una pobreza y desempleo crecientes que el Gobierno es incapaz de contener.
Morsi y sus correligionarios islamistas han incumplido flagrantemente su promesa de representar a todos los ciudadanos, instaurando en su lugar un autoritarismo excluyente que ha ignorado las sostenidas protestas populares desde que llegaran al poder en junio. La violencia callejera ahora desatada proyecta una sombra más que inquietante sobre las elecciones legislativas previstas para abril, en las que los Hermanos Musulmanes buscan el copo de un Parlamento reducido ahora a una Cámara alta plagada de paniaguados presidenciales.
Egipto no superará treinta años de despotismo sustituyéndolo por otro, islamista esta vez y de fachada democrática. El más representativo de los países árabes necesita urgentemente estabilidad, una solución política creíble y democrática, fruto de un diálogo nacional inexistente y plasmada en una Constitución abierta e incluyente. La aprobada en diciembre en un referéndum manipulado —con el voto de menos de la tercera parte del censo— y pergeñada como lo fue contrarreloj por un Parlamento del que habían sido excluidos los disidentes, no lo es.
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