Montañas con alma humana en las ruinas de Tikal
Tikal está en medio de la selva del Petén, la región septentrional de Guatemala, que ocupa un tercio de la superficie del país aunque en ella solo vive el 3% de la población. Una selva de verdad, impenetrable, misteriosa, peligrosa y aún desconocida, que se extiende por los contiguos Belice y México. Las fotografías aéreas de la NASA han revelado que en este interminable mar de árboles y riachuelos existen unos 3.000 asentamientos arqueológicos de la civilización maya, de los cuales solo el 25% está explorado y catalogado.
Uno de ellos es Tikal, una enorme ciudad ceremonial de 16 km2 de superficie que fue capital de un poderoso estado durante 1.500 años. Se calcula que quedó abandonada hacia el año 900 de nuestra era. El porqué es un misterio. Se cree que pudo ser debido a que sus habitantes deforestaron todo lo que les rodeaba: los mayas conocía la cal y la usaban abundantemente en sus construcciones. Pero para hacer un metro cúbico de cal quemando roca caliza hay que talar 20 árboles grandes. Si tenemos en cuenta que solo una de las pirámides, la famosa nº IV, tiene 144.000 metros cúbicos de volumen, es fácil deducir que hizo falta toda una selva para construir una ciudad como esta.
Caminé por Tikal impresionado por la altura de las pirámides, que se elevan sobre la canopia como rascacielos sin ventanas, y sobrecogido al imaginar las ceremonias, los desfiles y los rituales que mil años atrás tenían lugar en este espacio ahora comido por la selva.
Pero aún siendo impresionantes las seis grandes pirámides ya recuperadas y limpias de la malla de ramas, raíces y lianas que las ocluía, a mi me estremecieron mucho más las que no están recuperadas, los templos y pirámides que siguen prisioneros de la selva, como montañas de vegetación con alma de bloques calizos tallados por el ser humano. Fue emocionante comprobar la tremenda fuerza de la naturaleza, capaz de recuperar en apenas mil años aquello que el hombre le robó, atrapándolo poco a poco, lenta pero inexorablemente con su abrazo de color verde hasta hacer desaparecer las huellas humanas.
Una ruta por Tikal debe acabar siempre en la pirámide IV, la de la Serpiente Bicéfala. Unas escaleras de madera (200 escalones) permiten subir hasta su cumbre, a 70 metros de altura sobre la gran ciudad ceremonial maya. Es una de esas vistas que no se olvida. El océano de árboles se pierde en la inmensidad, tan vasto e insondable como un mar de verdad. Enfrente se ve emerger entre la foresta la cúspide de las pirámides del Jaguar, la de las Máscaras y la del Sacerdote, como si fueran los castillos de popa de galeones de piedra que se alejan ciñendo los vientos por ese océano de vegetación.
Si además logramos subir en un momento en que la marabunta de visitantes no arruine el espectáculo y podemos disfrutar de las vistas en silencio y paz estaremos ante uno de esos escenarios que nos marcan de por vida.
Algunos consejos: A Tikal se puede ir por carretera (500 kilómetros) desde ciudad de Guatemala o en avión. La temporada alta abarca Semana Santa, abril y mayo; es mejor evitar esas fechas porque hay tanta gente que se arruina la magia del lugar. En julio y agosto hace mucho calor (casi siempre lo hace), pero llegan menos visitantes. El yacimiento abre de 6 de la mañana a 6 de la tarde; la entrada cuesta 150 quetzales (15 euros). Pero pagando un extra de otros 10 euros te dejan acceder antes del amanecer o quedarte al atardecer, para ver la alborada o el ocaso desde lo alto de la pirámide de la Serpiente Bicéfala (la nº IV) con un poco más de soledad. Para alojarse, recomiendo la isla de Flores, a unos 45 minutos de las ruinas, donde está el aeropuerto; una aldea dedicada completamente al turismo, con alojamientos de todo tipo (se encuentran cuartos desde 10 dólares en adelante), muy agradable y con un malecón marítimo lleno de terrazas que recuerda un pueblecito costero mediterráneo.
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