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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Por un reino federal de taifas

El vigente estado autonómico ha producido más victimismos y resentimientos territoriales que nunca. Una propuesta federalista realmente innovadora debería fomentar la experimentación de políticas públicas

Víctor Lapuente
ENRIQUE FLORES

Existe una poción política mágica? Si echamos un vistazo a las políticas de los países con mejores perspectivas de crecimiento durante los próximos años, vemos que, como mínimo, no parece existir una receta universal. Se puede ser muy competitivo con poquísimas políticas sociales (Singapur) o con muchísimas (países nórdicos); regulando con mano férrea (China) o bien dejando libertad a la mano invisible del mercado (Estados Unidos). Diferentes contextos sociales, económicos, culturales o geográficos parecen exigir políticas distintas.

¿Y cuáles son las políticas que funcionan mejor en un país con las características de España? Algunas están más o menos claras, pero otras no. Por ejemplo, en política fiscal, cabe pensar que reducir el IVA al sector turístico haría aumentar la actividad económica a corto plazo y, a medio, la recaudación fiscal. Pero también es lógico pensar que si, por el contrario, decidimos subir los impuestos al turismo, aumentaríamos la recaudación y, de paso, fomentaríamos que la estructura económica española se desplace del sector turístico hacia la producción de bienes y servicios exportables con alto valor añadido. Dudas parecidas surgen en cualquier política importante. ¿Hasta dónde flexibilizar un mercado laboral como el español? ¿Cuándo recortar o ampliar las políticas de bienestar que tenemos?

Para resolver estos dilemas lo ideal sería recrear con políticas el famoso anuncio del lavavajillas: que una comunidad política con un problema concreto (Villarriba) adopte una política A y otra comunidad lo más parecida posible (Villabajo) adopte una política B. Así sabremos qué política puede funcionar mejor en un determinado contexto. Esta vía experimental es la que, de forma implícita o explícita, están siguiendo algunas de las regiones económicamente más dinámicas del mundo.

Un primer ejemplo es China. A diferencia de otros líderes con una visión clara sobre qué políticas adoptar, Deng Xiaoping inició en 1979 un proceso de desarrollo basado en la experimentación. Probemos varios sistemas económicos (unos más “comunistas” y otros más “capitalistas”) en distintas provincias o unidades territoriales y, cuando veamos los resultados, copiemos el mejor.

El aprendizaje mutuo entre distintas provincias es una de las causas del milagro económico chino

Pronto los experimentos dejaron de ser dirigidos desde el centro y pasaron a ser el resultado de la competicion entre autoridades provinciales y otras entidades sub-nacionales. Al contrario de lo que ocurre en otros regímenes autoritarios, las autoridades centrales chinas fueron delegando políticas fiscales y económicas relevantes a autoridades regionales y locales. China avanzó así hacia lo que economistas como Barry Weingast llaman market-preserving federalism (o “federalismo de mercado”): unidades territoriales que, dentro de un mismo país, compiten por atraer inversiones y capital humano. Por ejemplo, una provincia impone ineficientes controles de precios a productos básicos y la vecina no. Al cabo de un tiempo, el contraste entre la una y la otra resulta tan obvio que la primera los elimina. La espiral de aprendizaje mutuo entre distintas unidades dentro de China que este “federalismo de mercado” ha generado es posiblemente una de las causas del milagro económico chino.

Es importante subrayar que este benchmarking —o comparación— de políticas funciona entre comunidades relativamente similares. Transplantar políticas que funcionan en un país a otro muy diferente es un ejercicio arriesgado. Un ejemplo sería el sonoro fracaso en muchas repúblicas exsoviéticas de instituciones copiadas de democracias capitalistas avanzadas.

Otro caso exitoso serían las pequeñas economías del norte de Europa, donde funcionan, de facto, los mecanismos propios de un federalismo de mercado. Por ejemplo, los daneses están constantemente atentos a lo que otros vecinos escandinavos hacen y viceversa. Esta permanente competencia es posible gracias a la alta movilidad de personas y empresas en países con estructuras productivas similares. Si tu vecino, por ejemplo, hace una política muy atractiva para la investigación y el desarrollo, mejor que la copies pronto antes de perder a todos tus cerebros.

Vayamos a nuestro país. Si pudiéramos tener dos Españas más o menos parecidas, y que una de ellas optara por la política económica A y la otra eligiera la política opuesta B, podríamos generar una espiral de aprendizaje que nos permitiera encontrar las políticas más apropiadas para nosotros. El problema es que no tenemos dos Españas. Pero, un momento ¿No es nuestro problema precisamente que tenemos dos, o 15 o 17 Españas? ¿Por qué no convertir este problema en la solución al anterior? España tiene regiones con una similar estructura socio-económica y cultural que permitiría una experimentación natural del tipo federalismo de mercado. Así, por ejemplo, si Valencia adoptara una verdaderamente independiente política fiscal (o laboral) A y, a la vez, Cataluña o Baleares adoptaran la política B, podríamos ver qué opción funciona mejor en nuestro contexto. Lo mismo con cualquier otra política: cuanta mayor libertad tengan los gobiernos autonómicos para acertar (y equivocarse), más aprenderemos todos.

En un mundo globalizado, las unidades políticas pequeñas y autónomas tienen muchas ventajas

En la actualidad, el gobierno central, que monopoliza las políticas económicas y fiscales relevantes, se ve obligado a proponer complejísimos modelos de cuantificación de los servicios que prestan las comunidades autónomas. La financiación autonómica se determina de acuerdo a unas fórmulas con tantas variables que resulta imposible saber si obedecen a criterios técnicos o a las pataletas de los políticos de turno. Mientras, los gobiernos autonómicos deben dedicar muchos de sus esfuerzos, como apunta el economista Guillem López Casasnovas, a pedir comida cual pollitos, en lugar de a tomar decisiones políticas responsables.

El vigente estado autonómico del café descafeinado para todos —de “cooperación” y solidaridad territorial teledirigida desde el centro— ha producido el efecto contrario al buscado: más victimismos y resentimientos territoriales que nunca. Una propuesta federalista realmente innovadora debería fomentar la experimentación de políticas públicas. Es decir, un federalismo que fuera más competitivo que cooperativo. Aunque obviamente pudiera haber espacio para ciertas transferencias interregionales (claras) y donde, además, el estado central se reservara el ejercicio de aquellas competencias para las que existen indiscutibles economías de escala, como defensa.

El federalismo de mercado podría convertirse en un juego de suma positiva en el que todos nos acabaríamos beneficiando. Aunque, en especial, los ciudadanos de las comunidades más desfavorecidas, por paradójico que pueda parecer. Pensemos en otras dos penínsulas. En Escandinavia, Finlandia —uno de los lugares más pobres y violentos de Europa hace poco más de un siglo— se ha convertido en ejemplo de civilización y competitividad económica. En Italia, otra de las regiones europeas históricamente más atrasadas, el Mezzogiorno, vivió lo que, en principio, parece un golpe de suerte: unificarse con sus ricos vecinos del norte. Sin embargo, tras décadas recibiendo transferencias económicas, el sur de Italia sigue sufriendo un notable retraso. Finlandia, por el contrario, no ha recibido transferencias económicas de sus más ricos vecinos, sino algo más valioso: información sobre qué políticas públicas pueden ser más eficientes. E incentivos para mejorar: si no tienes políticas que favorezcan el desarrollo económico y la cohesión social, tu población se va al país vecino.

El objetivo de una reforma federal de España debería ser fomentar Finlandias, no Campanias. Y la inspiración histórica para la reforma no debería venir de los modelos más populares (dependiendo de tus inclinaciones), como la España imperial, la Catalunya de los Segadors o el sacrosanto pacto de la Transición. Sino del modelo histórico quizás más impopular de todos: los reinos de taifas. Efectivamente, en una época en la que se competía con ejércitos, los reinos de taifas fracasaron. Pero, cuando se compite con políticas económicas eficientes en una economía globalizada, unidades políticas pequeñas, autónomas y bien comunicadas presentan grandes ventajas. Así que, ¿por qué no reinventar un reino de taifas?

Víctor Lapuente es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.

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