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Tribuna
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El nuevo Obama

El hombre que ganó las elecciones de 2008 en EE UU no volverá. La Casa Blanca le ha endurecido

Después del segundo debate entre el presidente estadounidense, Barack Obama, y su contrincante, el republicano Mitt Romney, los seguidores de Obama gritaron al unísono: “¡El viejo Obama ha vuelto!”. El candidato lánguido, indiferente y apagado del primer debate había desaparecido y la figura imponente y admirada de la victoriosa campaña de 2008 había regresado. Como señaló el comentarista, Andrew Sullivan, “lo vi participar como la primera vez… Vi al presidente que yo conocía”.

Sin embargo, ante mis ojos el viejo Obama no había vuelto. Un nuevo Obama había surgido. El de antes era juvenil, carismático, elegante y lleno de esperanza. Su porte era fresco, pero también relajado. Su oratoria impresionaba. Su sonrisa podía cautivar a miles.

El Obama del segundo debate —y del tercero— fue más duro, frío, pesimista y sombrío. Había tensión en sus labios. Su discurso entrecortado parecía sujeto a un control constante. Su oratoria no impresionó, no pudo hacerlo. La sonrisa era esporádica y reservada.

Sin embargo, su manejo de la argumentación y la información detallada fue contundente. Sus oraciones estuvieron cuidadas. Habló con una energía fría y disciplinada. Cuando él no tenía la palabra su postura inmóvil era casi perfecta, casi escultural, como si posara para un retrato (como se observó en la pantalla cuando transmitían sus reacciones).

Se puede describir lo anterior con la oración “todo un presidente”, en el sentido de competente, experimentado y serio. No obstante, esa frase también connota las temibles características de crueldad y brutalidad que cualquier representación genuina del cargo de presidente de Estados Unidos debe incluir actualmente. Durante cuatro años Obama ha habitado la Casa Blanca; ahora la Casa Blanca se ha apoderado de él.

Este otoño Obama ya se ha presentado dos veces ante millones de personas —en su discurso de aceptación de candidatura presidencial ante la convención del Partido Demócrata y en el primer debate— sus dos actuaciones fueron sosas. Ante la convención, parecía querer invocar al viejo Obama y así cautivar y conmover, pero ese hombre ya no existía.

En realidad parece que su musa lo abandonó en el primer año de su presidencia. El resultado fue el simulacro del viejo Obama, como si estuviera interpretando su propio papel.

Pero en el primer debate ni siquiera hizo ese esfuerzo y estuvo irreconocible, no se vio ni el viejo ni el nuevo Obama. Como lo señalaron muchos comentaristas, en cierto sentido sencillamente no estuvo presente. Tal vez también pensó que al llevar una gran ventaja en las encuestas no tenía por qué lidiar con el molesto contrincante que creía que podía sustituirlo en la Casa Blanca.

En el segundo debate aparentemente se aceptó que ya no existe el viejo Obama, y el nuevo —presente, real, disponible y ahora trabajando en la Oficina Oval— hizo su primera aparición.

¿Ha endurecido la presidencia a Obama? ¿Lo ha embrutecido? Hay razones para pensar que sí.

Primero, tal vez Obama ha sido el más golpeado por la oposición política que la mayoría de los presidentes. El tema de la vida de Obama, claramente expresado en sus elocuentes memorias, Dreams from my father, y como se ha mostrado en el reciente documental, The choice, transmitido en Frontline, es la reconciliación. Su identidad no le fue transmitida desde el nacimiento. Hijo de madre blanca y padre keniano ausente, su infancia la pasó en Indonesia y la adolescencia, al lado de su madre en Hawai; por lo que se vio obligado a hacerse un lugar por sí mismo. Lo encontró a través de la idea de la reconciliación racial e ideológica.

Ese fue el tema de su decisivo discurso ante la convención del Partido Demócrata en 2004 y su famosa frase: “Ni Estados Unidos liberal ni Estados Unidos conservador, sino Estados Unidos de América”.

Iba a ser el tema de su presidencia. Así pues, cuando en los primeros días de su mandato una oposición republicana ideológicamente implacable repudió esa visión a través del enfrentamiento total, el rechazo fue más allá de una política, y afectó a la misma esencia de su mensaje. Los sueños de su padre terminaron y él se quedó, como poco a poco se fue dando cuenta, con el pragmatismo sin guía que ha caracterizado su Administración.

Al no poder llegar a un consenso con la oposición republicana, hizo acuerdos con los otros poderes que inmediatamente se acercaron a su Administración: el aparato de seguridad y el militar, las empresas farmacéuticas, los bancos y los medios de comunicación más grandes. Tal vez lo más importante haya sido la cuestión del permiso que se otorgó para usar la violencia y suprimir derechos: ataques con aeronaves no tripuladas que han matado niños y terroristas, una mayor presencia en Afganistán, la continuación de operaciones de la prisión de Guantánamo, el recurrir a tribunales militares y una campaña sin precedentes contra soplones, así como la reivindicación del derecho de ordenar la muerte de extranjeros y estadounidenses por igual bajo su propio criterio.

Todo esto también influyó en la actuación de Obama en los debates. Y si gana las elecciones, este es el hombre que va a gobernar. El Obama de 2008 no ha vuelto ni volverá. Se ha ido para siempre.

Jonathan Schell  es escritor, ensayista y editor del Nation Institute y profesor visitante de la Universidad de Yale. Es autor de The Seventh Decade: The New Shape of Nuclear Danger.

Traducción de Kena Nequiz.

© Project Syndicate, 2012.

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