Chusqueros
En la práctica, somos un país invadido por tropas extranjeras, un país cuyas autoridades locales, vendidas al ejército invasor, hacen el trabajo sucio del sargento chusquero en el ejército de siempre
El lenguaje cotidiano ha devenido en una crónica de guerra. La semana pasada cayó Ricardo; este lunes han herido a José; hoy mismo, alguien ha visto a Antonia mendigar con disimulo en la puerta de un restaurante caro. Un grupo de familias ha sido víctima de una emboscada de Bankia. Caen como moscas, pues los que no pierden el trabajo al pisar una mina antipersonal, pierden la casa o la salud o la cordura. A los caídos no se les entrega ninguna medalla al mérito, no se les rinden honores, no se habla de lo eficaces que fueron en su actividad, ni de su buena disposición, ni de su compañerismo. Nadie coloca una bandera sobre sus ataúdes al tiempo que una banda de música ataca un tema patriótico.
Entre tanto, y como en todas las guerras, los generales, plácidamente acomodados en sus despachos con moqueta, colocan banderitas sobre los mapas de los territorios conquistados mientras degustan un coñac. Los generales de esta conflagración no llevan uniformes de campaña ni botas de montar ni gorra, tampoco hablan nuestro idioma, nuestros idiomas. Son gente vestida (o disfrazada) de civil cuyos cuarteles generales están en Nueva York, en Berlín, en Bruselas, desde donde, gracias a las nuevas tecnologías, nos ven a usted y a mí atravesando las pantallas de sus monitores, como hormigas camino del trabajo, y deciden liquidarnos económicamente o tendernos una trampa financiera mortal.
En la práctica, somos un país invadido por tropas extranjeras, un país cuyas autoridades locales, vendidas al ejército invasor, hacen el trabajo sucio del sargento chusquero en el ejército de siempre. Un teatro de operaciones, en fin, de apariencia democrática, en el que no corre la sangre ni se amontonan los cadáveres, pero en el que cada día son expulsados fuera del sistema, que es tanto como decir fuera de la vida, miles de inocentes.
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