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Tribuna
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El desprecio de los políticos

La izquierda no recoge la inversión política del malestar social; la derecha pretende desplazar el discurso hacia consignas moralizadoras. Y el secuestro tecnocrático de la decisión colectiva fomenta la despolitización

Germán Cano
ENRIQUE FLORES

Resulta una obviedad afirmar que el desprecio de los políticos sirve de termómetro privilegiado para medir la temperatura de nuestra crisis. Aunque en los últimos sondeos del CIS, tras el paro y los problemas económicos, la clase política aparece como la tercera mayor preocupación de los españoles, el malestar por su actuación está batiendo récords históricos, sumando 17 meses consecutivos como gran problema nacional.

Probablemente, no merezca la pena insistir en las causas inmediatas y genuinamente españolas de esta desafección, pero sí, más allá del ruido mediático, analizar de dónde procede este desprecio que, partiendo de una supuesta corrupción extendida, raya en un peligroso resentimiento hacia la política en general. Permítanme una digresión. Hoy, a la vista de la sintomática entrada de Mario Conde, cual Edmundo Dantés redivivo, en el escenario político, resulta tentador comparar este tipo de discurso contra los políticos con El conde de Montecristo. Escrita solo tres años antes del Manifiesto comunista, la epopeya de la venganza escrita por Dumas nos muestra un tipo de cólera privada de horizonte colectivo: la refrenada ira individual de su protagonista. Por este motivo, aunque su actitud ha sido tildada de “mesianismo de la represalia”, no sería justo reducir la novela, como señaló Antonio Gramsci, a un modelo literario “popular” ligado a las demandas vengativas de las masas indignadas.

Lo interesante del análisis gramsciano es que considera a Dantés como un “superhombre de folletín” cuya indignación no procede tanto de abajo como de arriba, de un romanticismo prima donna de señoritos, un tipo de resentimiento hacia el poder que deforma la posible politización popular en moralina. ¿No simboliza la irrupción de Mario Conde y su demagógico discurso contra la corrupción política ese genuino resentimiento derechista que persigue, en la narración de Dumas, coaptar la comprensible indignación social, deformándola en un noble acto vengativo? Del mismo modo que a esta novela le correspondía despolitizar la ira de los damnificados centrándola en los “malvados”, hoy parece emerger una crítica demagógica que, al mismo tiempo que blanquea las relaciones sociales y económicas que nos dominan, pinta de negro una corrupción política generalizada.

En un viaje narrativo que tal vez evoque la iluminadora experiencia en las cimas carcelarias de la desesperación del exbanquero de Banesto, el relato de Dumas termina alumbrando la convicción moral de que lo malo no surge de las estructuras económicas o sociales, sino del perverso corazón de ciertos hombres. Desde esta óptica melodramática, hoy la política se asocia con una corrupción mítica que, como el diablo, cambia continuamente de rostro.

Inquieta la condena de todo debate más amplio sobre nuestro futuro, como el impulsado por el 15-M

Ahora bien, justo porque queremos combatir esta proyección imaginaria, es preciso no eximir de crítica a los políticos. Es más, para comprender este resentimiento, a este primer desprecio de los políticos debería sumarse también el desprecio de los propios políticos… hacia la política. Si un sector importante de la población española siente, en su impotencia, alguna empatía por Dantés, es también por la situación de desorientación y obsolescencia política en la que nos ha arrojado la práctica de los partidos mayoritarios. El estado de excepción constitucional al que nos vemos condenados bajo la subordinación a los dictámenes tecnocráticos de Europa y el FMI alimenta aún más en la ciudadanía la percepción de la política como un “estado de corrupción” ineluctable, que no se crea ni se destruye; solo se transforma cada cuatro años. Si todo posible cuestionamiento o debate sobre el sentido político de la crisis y su transformación colectiva es despachado con el argumento de “metafísicamente imposible”, como sostuvo con desparpajo teológico el ministro Soria, ¿cómo no comprender la creciente reacción extraparlamentaria? En este contexto de taponamiento del horizonte político de decisión, donde la crisis deviene tsunami natural, la llamativa mutación de Rubalcaba de licántropo en bamby de la troika augura poco futuro para las ilusiones de lo que aún queda de socialdemócrata en el PSOE.

Cuando el horizonte político se encoge hasta reducirse a un mero dominio tecnocrático excluido de todo proceso de deliberación público, no tarda en abonarse el terreno, primero, al cinismo y, luego, a reacciones de demagogia antipolítica. Politizar el resentimiento de Edmundo Dantés es una tarea pedagógica crucial para la izquierda. No debe olvidarse que si el irónico efecto bumerán de toda esta política eufemística toma ahora como chivo expiatorio a la “casta política” en lugar del avaricioso intermediario judío o el “parásito social”, es porque la lógica individualista neoliberal es la ideología dominante, el marco que, incluso en las presuntas críticas al “sistema”, lo reproduce hegemónicamente. La campaña mediática de la derecha contra los funcionarios públicos o el 15-M es elocuente en este aspecto.

Por todo ello, en el marco de una cultura cada vez más regida por la creencia en lo inmediato, lo expresivo, así como reacia a todo mapa comprensivo del malestar, las condiciones de posibilidad para dinámicas carismáticas están maduras. “Necesitamos líderes fuertes y no maricomplejines”, se dice insistentemente desde la caverna mediática.

Si el problema de la izquierda se cifra en su incapacidad de recoger la inversión política del malestar social, el de la derecha gobernante radica en que, en un contexto de acelerada deslegitimación, solo puede conservar su hegemonía desplazando el discurso político hacia consignas moralizadoras (“esfuerzo”, “sacrificio”, “responsabilidad individual”). De ahí que esta precise de un fuerte liderazgo carismático que, desviando toda atención de la politización de la economía, personifique estos valores. Para un partido como el Partido Popular cuyo principal atractivo competitivo en ciertos sectores es su capacidad de blanquear el discurso político bajo tonalidades morales, la debilidad carismática de su líder es mala noticia. El drama de parte del electorado popular es que quisiera seguir al Conde de Montecristo y tiene que mirarse en el espejo de “Mariano”.

Urge denunciar las maniobras destinadas a generar miedo en la sociedad civil

Esta interpelación carismática derechista puede tener éxito entre otras clases sociales porque, en la atonía de la izquierda, impera una gramática despolitizada para expresar el malestar. Aquí, la posibilidad de realizar conexiones más complejas entre la frustración individual y sus explicaciones estructurales ha sido neutralizada por, entre otros factores, la atomización del tejido social laboral y la realpolitik de partidos. En un contexto de hegemonía neoliberal, sin embargo, no basta, si no resulta ingenuo, apelar, de forma abstracta e histérica, frente a la “amenaza fantasma” populista, a las buenas maneras de la reflexión distanciada. Como ya advirtiera Ernst Bloch, ante la irrupción nacionalsocialista en Weimar, lo urgente no es gritar vade retro al demonio populista, sino “quitarle —no sin un arduo esfuerzo— sus armas mentirosas y sus artificios”.

Frente al peligroso giro del “todos los políticos son iguales” no necesitamos, pues, petulantes exorcistas del mal, sino análisis modestos de la situación. Esto es, solo comprendiendo estos contenidos populares, interviniendo en estas retaguardias ninguneadas y politizándolas con humildad “desde abajo” cabe encontrar salidas a este creciente resentimiento. Si la izquierda señorita prefiere construir sus cartografías desde distancias prefijadas en lugar de atender a las novedades del presente, corre el riesgo de trabajar para su enemigo.

Es el “secuestro” tecnocrático de nuestra capacidad colectiva de decisión el que, fomentando una masiva despolitización, despierta el espíritu antipolítico de los Montecristos. Por ello, en la medida en que están quedando excluidas de discusión pública las cuestiones realmente importantes, inquieta la condena de todo debate más amplio, como el impulsado por el 15-M, sobre el sentido de nuestro futuro, así como urge denunciar las maniobras destinadas a generar miedo en la sociedad civil: figuras como la delegada Cristina Cifuentes están peligrosamente jugando con fuego al identificar el ejercicio público y responsable de la desobediencia civil con un golpe de Estado. Solo quien se contente con una democracia espectral sin demócratas de carne y hueso puede criminalizar estas iniciativas.

Germán Cano es profesor de filosofía de la Universidad de Alcalá de Henares.

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