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Tribuna
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La gran confusión

Es hipocresía pensar que los políticos son muy distintos de la sociedad de la que proceden

Resulta lógico que amplias capas de la ciudadanía pierdan la paciencia y la esperanza: llevamos cuatro años largos de crisis, el país está otra vez en recesión, el paro sigue aumentando y nadie es capaz de explicar convincentemente cómo vamos a salir de esta situación con las políticas de recortes y ajustes que se están llevando a cabo.

Una vez desvanecido el espejismo de que el PP tenía mejores gestores que el PSOE, cuando ya es claro que la situación ha empeorado notablemente desde que los populares llegaron al poder y que no han generado la famosa “confianza” de la que hablaban con tanta arrogancia, la gente se desengaña y acaba concluyendo que el problema está en nuestra clase política: ni unos ni otros, ni los del PSOE ni los del PP, están preparados para sacarnos del hoyo. Se va extendiendo de este modo un clima de rechazo a los partidos tradicionales en el que puede surgir con relativa facilidad un líder populista que haga creer a los ciudadanos que los problemas se deben a los intereses mezquinos de una élite política que no hace “lo que hay que hacer”. Basta leer los mensajes que circulan en la red sobre el número de políticos que hay en España y sobre sus privilegios (la mayoría son burdas manipulaciones) para darse cuenta de que la gente está canalizando su frustración y su ira hacia los partidos tradicionales.

En este sentido, no es mi propósito defender a los políticos españoles. Sabemos, desde mucho antes de la crisis, que en la política hay graves problemas de clientelismo, que hay corrupción en las formas en que se financian los partidos, que muchos dirigentes son de una mediocridad pasmosa y que los vasos comunicantes entre la política, el mundo financiero y los consejos de administración de las grandes empresas son demasiado fluidos, por decirlo suavemente.

Ahora bien, debe recordarse que la crisis no afecta sólo a España, que también la sufren otros países, con sistemas institucionales, partidos y reglas electorales muy distintos; que ha habido burbujas inmobiliarias en Estados Unidos, Reino Unido, Irlanda y España; que la causa principal de la crisis actual en el mundo desarrollado ha sido la desregulación financiera y las teorías económicas que la justificaron; y que sin los defectos graves de diseño institucional del euro y los desequilibrios que ha creado entre países acreedores y deudores, la situación de España sería muy diferente.

Entiendo que mucha gente que ha perdido su empleo, que padece el deterioro de los servicios públicos y el recorte de derechos sociales, o que simplemente ve disminuir su renta familiar, busque una salida culpando a los políticos por su incapacidad. Al fin y al cabo, muchos políticos se lo han buscado prometiendo soluciones que no estaban al alcance de su mano. Lo que ya resulta más inquietante es que haya tantos intelectuales y analistas dispuestos a agitar el espantajo de la “clase política”. Cualquier tribuna de opinión o entrada de blog que arremeta contra los políticos tiene, en estos momentos, garantizado el éxito de público.

En su versión más grosera, la denuncia sin matices de la clase política lleva al populismo

La desautorización de la clase política suele seguir un esquema argumentativo muy simple, cuya base consiste en mostrar que la causa de nuestros problemas económicos está en que los políticos no toman ciertas decisiones (por miopía, o porque están sometidos a intereses creados) que nos sacarían de la crisis. En su versión más grosera, la denuncia sin matices de los políticos lleva al populismo, con todas sus variantes y peligros. En la versión más ilustrada, a la tecnocracia: si los políticos no hacen lo que les corresponde, tendrán que hacerlo los expertos, los técnicos, quienes tienen las recetas adecuadas pero no les dejan ponerlas en práctica.

Para despejar el camino a quienes tienen la solución pero no se les escucha, se apela a una catarsis, incluso a una situación constituyente desde la cual se pueda acabar con nuestros políticos, refundar el país y llevar a término las verdaderas “reformas estructurales” que necesita España para volver a crecer. El término mágico es este de las “reformas estructurales”. Las “reformas estructurales” de las que hablan nuestros expertos siempre están pendientes y siempre son muchas. Van más allá de la reforma laboral y de la reforma financiera. Afectan a la administración pública en general, a la justicia, al sistema educativo, a la fiscalidad, a la estructura territorial del Estado y al sistema productivo. En todos los casos, según el argumento, es imprescindible, si queremos ganar competitividad, liberalizar y flexibilizar, así como renunciar a ciertas aspiraciones en igualdad y protección social que no resultan sostenibles.

Oyendo sus diagnósticos y los remedios que ofrecen, parece como si por decreto se pudiera establecer que el clima empresarial de España fuese el de Silicon Valley, que nuestra administración funcionara como en Suecia, que nuestro sistema de educación superior se pareciese al de las mejores universidades estadounidenses y que nuestro sistema político fuera tan transparente y eficaz como el de Reino Unido. Es una simpleza, sin embargo, concluir que si no tenemos todo eso es porque una caterva de políticos lo impide. No niego que los políticos no tengan una responsabilidad importante, pero desde luego no está en su mano darle la vuelta al país como un calcetín, al menos mientras se respeten unos mínimos procedimientos democráticos.

Es bien sabido que los países tienen inercias extraordinariamente fuertes. Sus modelos productivos y de bienestar, configurados en ciertos momentos cruciales del pasado, tienden a persistir con independencia del color de los gobiernos, cuyo margen de acción suele ser limitado. Las circunstancias históricas han determinado que España se encuentre en una posición retrasada dentro del grupo de países desarrollados. No podemos olvidar las carencias de España en múltiples ámbitos, que van de la formación de los trabajadores al tipo de tejido empresarial pasando por el fraude fiscal y el insuficiente desarrollo de los servicios sociales.

En un país como el que acabo de describir, no debería sorprender tanto la naturaleza de nuestros políticos. No son muy distintos de la sociedad de la que proceden. Se puede encontrar una inmensa variedad de tipos: desde políticos inteligentes, íntegros y dedicados hasta otros que son oportunistas, caraduras y zafios. Lo mismo cabría decir de los periodistas, los profesores de universidad, los fontaneros o el colectivo social que el lector quiera imaginar. Hay cierta hipocresía cuando la gente se escandaliza tanto por la corrupción de los servidores públicos y hace en cambio la vista gorda ante los abusos, trampas y fraudes que se cometen en empresas, entre profesionales y en muchos otros ámbitos de vida social.

En las condiciones que estamos viviendo, la tentación de pensar que desembarazándonos de la “casta política” vamos a resolver nuestros problemas económicos es muy grande. Por desgracia, las cosas no funcionan así. Es verdad que el sistema político español es muy mejorable; se requiere que entre aire fresco en los partidos, que se limite su ámbito de influencia en la administración, que rompan su dependencia de la banca y que se ponga límites a las “puertas giratorias” que conducen de la política a los consejos de administración y de estos a la política. Pero que nadie se crea, por favor, que arreglando esos problemas saldremos de la crisis económica. Sobre todo, si la propuesta consiste en cambiar el sistema electoral, como viene oyéndose desde que surgió el movimiento 15-M. Ahí no está la solución.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología. Su último libro es Años de cambios, años de crisis. Ocho años de Gobiernos socialistas (Catarata).

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