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LA COLUMNA
Columna
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La pérdida de lo simbólico

El argumento económico ahoga cualquier otra consideración y sirve de coartada para que el que gobierna eluda sus responsabilidades

Josep Ramoneda

Cuando los que tienen la autoridad política se acomodan en una situación de fractura social en nombre de la necesidad económica, el Estado no aparece más que como gestor de la empresa nacional. Los políticos son los primeros responsables de la pérdida de lo simbólico. Cuando el poder no se refiere simbólicamente más que al polo de ley, a un conjunto de instituciones que solo sitúa en el marco de la funcionalidad, la sociedad no solo se descompone en una red de interrelaciones entre individuos, sino que se hace cada vez más opaca y suscita el engaño”.

La cita es del filósofo francés Claude Lefort. Cuando lo simbólico decae, la política desaparece, la democracia es simplemente un ritual sin alma, la sociedad se deshilacha contaminada por el miedo y el recelo. Es un retrato de la situación en la que estamos: el argumento económico ahoga cualquier otra consideración y sirve de coartada para que el que gobierna eluda sus responsabilidades. “Es lo que hay que hacer” y “no se puede hacer otra cosa”, aquí empieza y termina todo el discurso del PP. Sin alternativa, todo se embrutece. El ministro Montoro ha llevado esta actitud a las más altas cotas de indignidad al justificar la amnistía fiscal porque hay que recaudar. O sea, que el fin —recaudar— justifica cualquier medio, por ejemplo, la máxima deferencia con los defraudadores. Con un Gobierno que no tiene otra política que dejarse arrastrar, vivimos en el grado cero de la política y de la moral. Recaudar y recortar es lo único importante, este es el horizonte ideológico al que está sometida la ciudadanía española. Y no pregunten la finalidad de todo ello, porque será considerado una impertinencia. No hay que poner al gobernante en evidencia.

Personas que han visitado recientemente al presidente Rajoy han salido con la convicción de que el hombre no sabe realmente lo que le está pasando, que se había creído que su llegada bastaría para que volviera la calma a los mercados y la tranquilidad a la economía española, y que vive en el desasosiego de unos acontecimientos que le desbordan por completo. La realidad es que el presidente sigue a estertores las exigencias que le llegan de fuera, rehúye la complicidad de la oposición y de la propia sociedad, y se escuda en que no tiene libertad para decidir. ¿Cómo hay que entenderlo? ¿Asume el plan que se le impone desde fuera como parte de una estrategia destinada a hacer un nuevo traje legal a la medida del poder financiero y a la sustitución de la política democrática por el autoritarismo tecnocrático porque es su proyecto, o simplemente es un líder tambaleante que no se siente con fuerzas para movilizar a la ciudadanía en la vía de la recuperación?

El presidente sigue a estertores las exigencias que le llegan de fuera, rehúye la complicidad de la oposición y de la propia sociedad, y se escuda en que no tiene libertad para decidir

El dato cierto es que el desánimo crece cada día, que aumenta sin cesar el número de ciudadanos que viven en estado de angustia, que el descrédito de la política crece (ya circulan las consignas fascistoides que culpan a los políticos de todos los males), que los verdaderos culpables de la crisis siguen de rositas, que la democracia languidece y que se consolida la sensación de que no hay nadie al mando.

En esta debacle, el Gobierno no está solo. Tampoco la oposición está a la altura de las circunstancias. En los tiempos de bonanza participó de la quimera del oro —“qué gusto da gobernar sobrándote el dinero” (Zapatero, verano 2007)— y no vio o no quiso ver el desastre que se avecinaba. Cuando se dio de bruces con la realidad se lo llevó la corriente de la irritación ciudadana por la impotencia ante los mercados y por la sensación de engaño por una brusca e inexplicada claudicación. Todo lo simbólico se desvaneció en el aire. “Sin alternativa, la diferencia entre el bien y el mal se aplana progresivamente”, escribe el sociólogo alemán Wolf Lepenies. Esto tiene nombre: cultura de la indiferencia, en la que “el valor de cambio triunfa incluso en las decisiones morales” (Claudio Magris). Y el dinero es la coartada para aplazar los verdaderos debates políticos y para quitarle la palabra a la ciudadanía. Todo pendiente para un hipotético después de la crisis. ¿Cuando esta pase quedará todavía democracia o habrá triunfado para siempre el oro y la insolencia? En tiempos de hegemonía del poder financiero, la ideología y el dinero se funden en una sola cosa: es este el depositario de la capacidad normativa. Sin alternativa, a la política solo le queda el triste papel de sirvienta.

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