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Tribuna
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¿Islamización?

Tras la primavera árabe, la conciliación de islamismo y libertad no resulta fácil

Antonio Elorza

La lectura de los primeros pasos de la “primavera árabe” estuvo cargada de optimismo. Las caídas del corrupto Ben Alí y del supuesto faraón Mubarak auguraban movilizaciones en cadena, con las nuevas democracias ocupando el lugar de las dictaduras pro-occidentales y la prueba de que cualquier duda sobre el significado político del Islam era signo de islamofobia.

La realidad mostró muy pronto que las cosas eran más complicadas. Para empezar, no fue lo mismo derribar dictaduras abiertas a cierto grado de pluralismo, como Túnez y Egipto, en definitiva, regímenes autoritarios, que enfrentarse a autocracias, verdaderos neosultanismos, casos de Libia o de Siria, dispuestas a sofocar a sangre y fuego cualquier oposición. Tampoco coincidía el papel de la religión en las revueltas. Discretamente, los Hermanos Musulmanes contribuyeron a la infraestructura de la insurrección en la plaza del Tahrir, los islamistas de Cirenaica fueron el núcleo de la resistencia anti-Gaddafi en Bengasi, y en cambio estuvieron ausentes en Túnez. A pesar de lo cual, tanto allí como en Egipto triunfaron en las primeras elecciones democráticas. El problema de la relación entre Islam y democracia salía del terreno de las palabras y se convertía en una cuestión capital para la futura organización de las sociedades recién emancipadas. El desfase existente entre movilización y organización marginó a los protagonistas de los movimientos antidictatoriales y el Islam pasó a capitalizar el cambio. Más aún cuando sus portadores, los Hermanos Musulmanes egipcios (Ikhwan) y tunecinos (Ennahda) no estaban contaminados por la colaboración con las dictaduras. Tampoco lo estaban en Libia, pero aquí partían de una posición más difícil, dada la homogeneidad religiosa: los salafíes se conformarán con perseguir al sufismo.

El discurso islamista se adecuó a las nuevas circunstancias. Según el patrón egipcio, con el absolutismo de los principios, bajo el lema de que “el Corán es nuestra Constitución”, la sharía como base legal y la yihad como instrumento, había coexistido durante décadas con una actitud pragmática, de aprovechamiento de todo resquicio para consolidar una hegemonía social. En la campaña electoral, el luego presidente Morsi, habló del Corán como solución, de sharía y de yihad, pero sobre todo de respeto a la democracia y llamó a la colaboración de las minorías (coptos). En Túnez el mensaje fue aún más claro y tras ganar las elecciones Ennahda formó un gobierno tripartito con dos partidos laicos. En su primer congreso legal, inaugurado el 12 de julio, su líder Rashid Gannushi confirmó el pluralismo democrático.

Sin embargo, no todo va hacia lo mejor en el mejor de los mundos. En Egipto, la entrada en escena del salafismo, que exige la reposición de las formas de vida y creencia de los orígenes del Islam, por un lado coloca a los Hermanos Musulmanes en una confortable posición centrista, en cuanto defensores del islamismo democrático, y por otro, supone una presión continua desde la ortodoxia (líder islamista tolerante agredido en Kairuan, Túnez). Emerge una barrera invisible frente al laicismo, así como frente a los derechos efectivos de las mujeres: no hubo condena de los Hermanos contra las brutales agresiones sexuales en la plaza de Tahrir. Lejos aún del sistemático exterminio anticristiano de los yihadistas de Boko Haram en Nigeria, los incidentes interconfesionales se cierran con la huida de las familias coptas, presentada por el ministro del Interior como abandono voluntario de sus residencias. Y sobre todo es diseñado el control islamista sobre el Estado y la prensa —designación de directores desde el Consejo de Shura de mayoría Ikhwan—, acentuándose la centralidad de la sharía en la futura Constitución.

En Túnez el tripartito sigue su curso, mientras Ennahda copa el poder. Los salafíes pasaron a la acción, primero atacando despachos de bebidas, luego destruyendo exposiciones cerca de la capital —en la Primavera de las Artes en La Marsa—, al juzgar que unas obras inofensivas eran blasfematorias. Es la islamización impulsada desde el totalitarismo horizontal característico de los salafíes. El ministro de Cultura se apresuró a condenar a los expositores, anunciando medidas para el respeto de la religión, lo cual enlaza con el acuerdo del Congreso de Ennahda de “criminalizar todo aquello que atente a lo sagrado”, pronto introducido en el artículo 3 del proyecto constitucional. Un conocido periodista ha pasado al juez por beber alcohol. La policía cierra restaurantes no turísticos en Ramadán. Otra perla ministerial: nunca autorizará la actuación de la artista libanesa Nancy Ajram: la libertad de expresión respetará “las buenas costumbres”. Ahí está la campaña de moralización, donde jóvenes policías ponen en práctica el principio islámico de “promover el bien y prohibir el mal”, interpelando a las mujeres que a su entender llevan un vestido incorrecto o circulan con un hombre, sobre quien las preguntan al modo iraní si es su marido o su hermano. Pueden ser golpeadas o detenidas, como la cantante Rym el-Banna. ¿Casos aislados? La igualdad de sexos, herencia de Burguiba, es cuestionada en al artículo 28 del proyecto constitucional, que establece la complementariedad de la mujer, por “el papel de la familia” y las “diferentes responsabilidades”. La gran manifestación femenina del día 13 fue la respuesta. La conciliación de islamismo y libertad no resulta fácil.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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