Una vergüenza
Es desolador que los partidos no hayan sabido encontrar la manera de dar consuelo a las víctimas sin fomentar la división y la inquina entre ellas
Algún tipo de enfermedad moral vive un país para que ocho años después de un atentado que costó la vida a 192 personas no se pueda honrar a los muertos sin que el duelo sea una y otra vez empañado por la paranoia irresponsable y el aprovechamiento político. Hay quien indica que esto es un signo de la división entre los españoles, pero no me cuadra esta interpretación: hay países tan divididos o más que el nuestro, en los que el ambiente de incomunicación entre votantes de un signo u otro es aún más irrespirable que en el nuestro. No es eso. No es sólo eso. Hay más factores que entran en juego en este dramático desencuentro entre víctimas. Se me ocurren algunos: la falta de respeto a las instituciones que nace de las propias instituciones, de un Fiscal General del Estado que un día pone en duda la investigación y el veredicto de la justicia a la que él mismo pertenece y al día siguiente los asume; un periodismo que, acostumbrado a no pagar jamás por errores que ensucian la verdad, sigue sembrando teorías conspirativas en la mente de personas que viven hambrientas de ellas; unos políticos que abrazan esas teorías de una manera frívola, tan irresponsable que produce inquietud que en su mano esté algo que tenga que ver con nuestro futuro, y por último, en el capítulo de sostenerla y no enmendarla, el papel de los herederos ideológicos de Aznar, que siguen defendiendo la participación de ETA en el atentado para salvar a su líder del gran error que cometió.
Por tanto, no estaría de más que Rajoy diera una muestra valiente de templanza y se desvinculara de una vez por todas de quienes no están dispuestos a aceptar la evidencia. Todo esto pasó hace ocho años, y es desolador que los partidos no hayan sabido encontrar la manera de dar consuelo a las víctimas sin fomentar la división y la inquina entre ellas. Una vergüenza.
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