Mentiras
El aspecto romántico del mentiroso se esfuma cuando lo trasladamos a la vida real
El mentiroso o el impostor siempre me provocan un sonrojo que deriva en piedad. Como personaje ha sido uno de los más frecuentados por la ficción. Chejov llenó la suya de mentirosos, de hombres embusteros que no se atrevían a enfrentarse a la vida con la verdad por delante y terminaban engañando a la mujer, a la amante y a sí mismos. Ya no digamos el catálogo de mentirosos que abundan en el universo simenoniano. Embusteros compulsivos que necesitan creerse su mentira para que no les coma la ansiedad. El retorcido Tom Ripley, de Patricia Highsmith, construye su existencia a partir de una mentira de juventud, y, a partir de ahí, cambia de personalidad según le conviene y elimina a quien no esté dispuesto a entrar en su juego. En ese gran libro que es El adversario, Emmanuel Carrére cuenta la vida de un hombre que, temiendo que su familia descubra la ficción que ha mantenido durante años, acaba con ellos antes de que puedan enterarse de que todo ha sido una farsa. El cine francés convirtió la historia en película, en España se hizo la interesante Vida de nadie, y el americano Spielberg rodó con la historia real de otro mentiroso su magistral Atrápame si puedes, en la que el impostor tiene tanto arte falsificando vidas y cheques que se reinserta prestando su astucia al FBI.
Estas historias provocan en el espectador o lector una reacción interesante que consiste en empatizar con el mentiroso hasta el punto de justificar cualquier tropelía con tal de que el héroe se salga con la suya. Pero esa simpatía no es extensiva a la vida real. El aspecto romántico del mentiroso se esfuma. Y aunque humanamente podamos entender que un complejo no resuelto lleve a alguien a afirmar que es médico cuando no lo es, las leyes de lo real no nos permiten aceptar que siga en su cargo alguien que cree necesario mentir sobre sus méritos.
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