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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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Irán ¿una guerra evitable?

Atacar a Irán significaría postergar durante varios años más el inevitable ocaso del régimen de los ayatolás

EULOGIA MERLE

El mundo asiste con incredulidad a un posible desliz hacia otra guerra en Oriente Próximo: un ataque contra Irán, con consecuencias no exactamente previsibles pero sin duda muy graves. Parece que nadie, en Occidente, haya sido capaz de sacar las conclusiones de lo que ha pasado con las guerras de Irak y de Afganistán, teóricamente ganadas por Estados Unidos y sus aliados pero, de hecho, origen de conflictos y desequilibrios que podrían ser mayores de lo que el anterior statu quo hubiera podido producir. A la incapacidad de sacar las lecciones del pasado se junta la falta de lucidez y previsión hacia el futuro. ¿No sería prueba, a la vez, de realismo político y de una ética de la responsabilidad (que tendría que remplazar las dogmáticas y obtusas convicciones) preguntarse cuáles serían las consecuencias de un ataque contra Irán?

No se trataría de una respuesta convencional, a pesar del hecho de que no se puedan excluir represalias contra los países del Golfo y las bases de EE UU en la región, además de la posibilidad de que algún misil iraní de más largo alcance pueda llegar hasta Israel. Se trataría más bien de lo que se llama una “respuesta asimétrica”, concretamente de un ataque de Hezbolá a Israel. Se sabe que el movimiento chií libanés no ha utilizado todas sus reservas de misiles en el último choque con los israelíes. Es de esperar que alguien haya pensado también en las consecuencias de una guerra sobre el mercado del petróleo, cuyos precios ya han empezado a subir a raíz de la creciente tensión en la región. ¿Podemos permitirnos comprometer de una manera brutal el difícil repunte de nuestras economías, tan duramente golpeadas por la crisis?

 ¿Quién atacaría Teherán? Se ha desarrollado últimamente un juego muy peligroso de amenazantes declaraciones cruzadas que hasta hace poco parecían un simple bluff con el objetivo de amedrentar al adversario, pero que sería aconsejable tomar en serio. Para responder a esta pregunta es necesario tratar de contestar a otra: ¿quién quiere/necesita un enfrentamiento militar? Hay que considerar las tres dramatis personae: Israel, Estados Unidos e Irán. Parece evidente que el Estado judío está a favor de un ataque. Netanyahu y su gobierno han estado presionando a Estados Unidos casi en términos de chantaje: “Si vosotros no paráis el avance de Irán hacia una capacidad nuclear militar, tendremos que hacerlo nosotros”. En Jerusalén la cuestión se plantea en términos dramáticos de supervivencia contra una amenaza total, genocida. Se saca a colación la declaración de Ahmadineyad sobre la intención de “borrar a Israel del mapa”, y también su discurso negacionista del Holocausto. Se puede, sin duda, interpretar esta política de Netanyahu en un sentido muy clásico: agitar el tema de la patria en peligro y la amenaza a la supervivencia de un pueblo es una formula de éxito seguro para acallar a los críticos y que los ciudadanos olviden su malestar social (hay indignados también en Israel) o la creciente tensión entre fundamentalistas judíos e israelíes laicos.

A la incapacidad de sacar lecciones del pasado se junta la falta de lucidez y previsión hacia el futuro

Por otra parte no se puede decir que la preocupación sea artificial ni subestimar por un lado el peso y la profundidad del trauma histórico de la Shoah y por el otro el efecto de la hostilidad sistemática del mundo musulmán en su conjunto hacia Israel, nunca aceptado en la región como sujeto legítimo. Pero, aun entendiendo y justificando las preocupaciones de los israelíes, es necesario un análisis correcto de la situación. En primer lugar hay que rechazar terminantemente la interpretación del  iraní como un régimen de fanáticos cuya mayor aspiración sería acercar la vuelta del decimosegundo Imán a través de un apocalíptico Armagedón nuclear. Aun cuando el islam chií  —con sus raíces mesiánicas— siga siendo la referencia ideológica básica del régimen, en realidad se trata de un régimen tardo-revolucionario más bien caracterizado por el afán de sobrevivir, y, por cierto, no de acabar a resultas de un ataque nuclear a Israel cuya respuesta sería la aniquilación de Irán. A esto hay que añadir que el radicalismo anti-israelí del régimen iraní, y sobre todo la reciente escalada de Ahmadinejad, al cruzar el límite entre antisionismo y antisemitismo, tienen que ser interpretados como dirigidos a un uso externo, en el sentido que los iraníes, incluso los mas adeptos al régimen, no son antijudíos (mas de 20.000 judíos iraníes siguen viviendo en el país, una excepción si pensamos a la desaparición de las históricas comunidades judías en los demás países musulmanes). Con su radicalismo sobre el asunto del Estado judío el régimen trata de que se olvide, en los demás países musulmanes, que los persas no son árabes, y los chiíes no son sunís.

Por su parte, la Administración Obama no necesita una crisis con Irán, y mucho menos otra guerra en Oriente Medio en un momento de dificultades económicas y de campaña electoral. Aunque hay que tomar en cuenta la sospecha hacia el régimen iraní y una hostilidad que viene de lejos, Obama había empezado su mandato con una actitud abierta, de disposición a tratar de evitar un enfrentamiento y a buscar un compromiso con Teherán. Pero ¿qué es lo que ha fallado? Por una parte la importancia del papel del Congreso, donde ser acríticamente pro-Israel parece obligatorio. Por otra, la incapacidad de Obama de transformar sus buenas intenciones en acción política quedó patente cuando Washington retiró en el último momento su apoyo a la propuesta turco-brasileña de un acuerdo con Irán para un enriquecimiento deslocalizado del uranio. En Washington no se niega, aunque no públicamente, que esta opción fue descartada porque estaba a punto de ser aprobada en el Consejo de Seguridad de la ONU otra vuelta de la tuerca de las sanciones que la Administración norteamericana presenta como la única alternativa a una opción militar que, por otra parte, no se descarta.

Ahora bien, las sanciones pueden ser de dos tipos distintos. Unas destinadas a convencer al adversario de que es necesario flexibilizar sus posiciones, introduciendo una especie de incentivo negativo; otras que apuntan no a una mayor flexibilidad del adversario, sino a su rendición. Identificar la diferencia entre las dos no es difícil: basta con ver si se concede a la otra parte (también para “salvar la cara”) un mínimo de sus planteamientos iniciales. En el caso de la cuestión nuclear iraní no cabe duda de que este mínimo, este núcleo no renunciable – tampoco por parte de cualquier otro tipo de gobierno o de régimen iraní – es el derecho al enriquecimiento, que está previsto por el Tratado de No Proliferación (TNP).

La Administración Obama no necesita  otra guerra en Oriente Medio en un momento de dificultades económicas y de campaña electoral

Parte de la dificultad de un entendimiento reside en el hecho de que la división interna del régimen iraní (entre el Líder Supremo y el Presidente) no permite identificar un interlocutor fiable. Pero también es cierto que hasta ahora ni Estados Unidos ni los Europeos – que poco cuentan en este asunto – han dejado de exigir, con olvido de las reglas internacionales y del realismo, la renuncia al enriquecimiento en vez de centrarse únicamente en las garantías, las inspecciones y los controles que, frente a un comportamiento iraní menos que transparente y que justifica dudas y sospechas, tendrían que ir mas allá de las normas aceptadas por la mayoría de los miembros del TNP, lo que no es legitimo, y sólo puede solo llevar a un fatal desliz hacia un conflicto desastroso. Como dijo después de la guerra de Irak, el responsable de las inspecciones de Naciones Unidas, Hans Blix, lo que se hizo para justificar el ataque fue “transformar los puntos de interrogación en puntos de exclamación”. Habría que evitar de aplicar este enfoque torcido al caso iraní.

Hay que evitar una guerra. En nuestro interés (estratégico, político, económico) y también en el interés del pueblo iraní, que merece un régimen menos represivo y menos en contradicción con un país que tiene una gran historia y un gran potencial económico y intelectual. Porque, como pasó en 1980 con la agresión por Saddam Hussein, atacar a Irán hoy significaría permitirle al régimen de agitar la bandera patriótica contra una agresión extranjera, y postergar así durante varios años más su inevitable ocaso.

Roberto Toscano, ex diplomático italiano, fue embajador en Irán entre 2003 y 2008, y es actualmente Investigador Senior Asociado de CIDOB.

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