Las consecuencias laborales de comer o no una golosina
Las llamadas funciones ejecutivas se pueden entrenar desde los cuatro años y ayudan a obtener mejores notas y empleos en el futuro
En los años 60 el investigador de la Universidad de Stanford Walter Mischel comenzó un experimento con un grupo de alumnos de preescolar a los que hizo seguimiento durante 40 años. Les planteó un sencillo dilema: podían comer una golosina de inmediato o dos si esperaban 20 minutos. Aguantar o no ese tiempo serviría para hacer importantes predicciones sobre la vida futura de esos niños. Aquellos que más segundos esperaron a la edad de cinco años obtuvieron una mejor puntuación académica en la adolescencia y sus relaciones sociales fueron más satisfactorias. La prueba de Mischel, conocida como el test de la golosina, mostró que el autocontrol a una edad temprana es esencial para conseguir las metas en el futuro.
Una década después del inicio del primer experimento, los preescolares que más esperaron eran adolescentes con más autocontrol en situaciones frustrantes, más seguros de sí mismos, cedían menos a las tentaciones, se distraían menos cuando trataban de concentrarse, no perdían tanto la calma en situaciones de estrés, planeaban más las cosas, y obtenían mejores puntuaciones en el SAT (prueba para solicitar plaza en las universidades estadounidenses). Entre los 27 y los 32 años, tenían un índice de masa corporal más bajo, soportaban mejor el estrés y estaban más satisfechos con su empleo.
“Hemos demostrado que la autoregulación se puede medir en la primera etapa de la vida y que tiene consecuencias para el bienestar y la salud física y mental de las personas”, señala Mischel en el libro El test de la golosina (Debate), publicado en 2015. Su investigación, en la que participaron más de 550 alumnos estadounidenses, generó una oleada de estudios dentro del campo de la neurociencia. En 2009 un equipo de neurocientíficos de Estados Unidos realizó pruebas con resonancia magnética a algunos de esos ex alumnos y las imágenes obtenidas mostraron en los circuitos de su cerebro una actividad diferente. El área prefrontal del córtex, que se utiliza en la resolución de problemas, el pensamiento creativo y el control de la impulsividad, era más activa en los que habían resistido a comerse la golosina. Tenían mejores frenos mentales.
El impacto de ese descubrimiento en el campo educativo no ha tardado en aparecer porque una de las principales conclusiones es que el autocontrol se puede aumentar a partir de los cuatro años con una serie de estrategias. En España hay varios proyectos en marcha. Uno de ellos está liderado por un equipo de investigadores de la Universidad de Murcia en colaboración con la Universidad de Arkansas. “La autoregulación ha demostrado ser un predictor más importante de la felicidad que el nivel de estudios de una persona o el de sus padres”, explica Ildefonso Méndez, investigador de Economía de la Educación de la Universidad de Murcia.
El objetivo del proyecto, que se está probando con alumnos de cuatro años en 20 escuelas murcianas -15 públicas y cinco concertadas- es entrenar la capacidad de controlarse, las conocidas como funciones ejecutivas: el control de los pensamientos, los impulsos, las acciones y las emociones. “Los niños que aprenden a gestionarlo tienen más posibilidades de construir la vida que quieren y de no dejarse llevar por las tentaciones viscerales”, remarca Méndez. La principal habilidad que se persigue es la de enseñar a planificarse y mantenerse firme hasta alcanzar el reto.
El trabajo del equipo de investigación -integrado por 25 neuropediatras, neuropsicólogos y educadores- se centra en desarrollar buenas prácticas educativas avaladas científicamente que sean compatibles con el programa académico actual y su intención es implementar esa metodología hasta que esos niños finalicen la primaria. “Si se entrenan habilidades como el esfuerzo, la postergación de recompensas o la perseverancia, el alumno tendrá mayor probabilidad de conseguir un empleo de alta cualificación en el futuro, bueno en términos de salario y también un buen nivel de salud. Esto no lo enseña ningún sistema educativo”, señala Méndez.
Los colegios KIPP de Nueva York
Una iniciativa que relaciona la enseñanza con los hallazgos de la ciencia son los programas escolares KIPP de Nueva York (siglas en inglés de Knowledge is Power Program, en castellano, el conocimiento es poder). En las escuelas que siguen ese método, cada aula tiene una silla de reflexión, no para los castigados que tienen que permanecer de cara a la pared, sino para ayudar a los alumnos a calmarse cuando sienten que están a punto de perder la compostura o cuando el profesor considera que lo están. En la zona de la silla hay un reloj de arena y mensajes en la pared para ayudar al niño a tranquilizarse como: distánciate de la situación caliente, respira hondo, cuenta a la inversa, recupera el control o pasa a los sentimientos fríos. Una vez que lo consiguen, abandonan la silla y se reintegran en la clase.
Walter Mischel cuenta en su libro El teste de la golosina que en una de sus visitas a estas escuelas le preguntó a una de las alumnas qué creía que era la inteligencia social. “Es cuando algo se cae y tú lo recoges antes de que te lo pidan”, respondió ella. ¿Y el autocontrol? “Es pensar antes de hacer”. Para el autor y psicólogo estadounidense, ese programa educativo demuestra que el autocontrol puede enseñarse. Para controlar sus progresos en la educación del carácter, los alumnos se evalúan a sí mismos varias veces al año. Cuestiones como la frecuencia con que pusieron en práctica el autocontrol, el optimismo, el entusiasmo, la curiosidad o la gratitud, entre otras.
Sus estudios se basan en hallazgos de investigadores estadounidenses que han demostrado que el entrenamiento de las funciones ejecutivas consigue reducir los problemas emocionales y de comportamiento, mejora el rendimiento académico, conlleva una menor tasa de abandono escolar, menos problemas de delincuencia, embarazos adolescentes y episodios de desempleo.
Otro de los proyectos innovadores en marcha en es el de la Fundación Trilema, con un total de 17 colegios (tres de ellos públicos) inmersos en la red Escuelas que aprenden. “Los diferentes métodos pedagógicos no le han dado la atención que merece a la autoregulación. Ahora se ha demostrado que una buena educación puede modificar las estructuras neuronales implicadas en la planificación y consecución de metas”, explica Carmen Pellicer, presidenta de la Fundación Trilema y coatura junto a José Antonio Marina del Libro Blanco de la Profesión Docente, un encargo del Ministerio de Educación.
Junto a un equipo de investigadores de la Cátedra en Inteligencia Ejecutiva y Educación de la Universidad de Nebrija, impulsada por Pellicer y Marina, han diseñado una serie de técnicas pedagógicas para estimular las funciones ejecutivas que se recopilan en el libro La inteligencia que aprende (Santillana). “Es importante entrenar a los niños en los hábitos de pensamiento igual que se hace con el cepillado de los dientes hasta que lo hacen de forma automática. También educar la voz interior, la conciencia, que es la que te dice lo que tienes que hacer y te da autonomía en la toma de decisiones”, indica Pellicer, que cuenta con varias estancias de investigación sobre inteligencias múltiples en la Universidad de Harvard.
Entre las prácticas, fomentan la capacidad de hacer buenas preguntas para fomentar su curiosidad y motivación (y conseguir que sean proactivos en el futuro) y la planificación (antes de iniciar una tarea les hacen reflexionar sobre qué van a hacer, cómo y de qué forma lo mejorarían en el futuro), entre otros. Desde infantil hasta bachillerato los 17 colegios integrados en esta red aplican estas técnicas en todo el programa académico, excepto en las asignaturas de matemáticas y lengua en las que se sigue la pedagogía tradicional.
Desde el punto de vista genético, hay personas más predispuestas a controlar sus impulsos y por ello lo consiguen con menos esfuerzo, pero “con una buena educación se puede incrementar lo que uno tiene de base”, asegura David Bueno, profesor investigador de genética y experto en neurociencia de la Universidad de Barcelona. Aunque la inteligencia ejecutiva se ha estudiado menos desde el punto de vista genético, señala Bueno, se sabe que entre los 14 y los 30 años se queda fijada y por ello es importante entrenarla en edades tempranas.
En su libro La inteligencia ejecutiva (Ariel), José Antonio Marina cuenta que el fracaso de esta inteligencia provoca conductas impulsivas, agresividad no controlada, problemas de desorganización, falta de constancia, mala gestión del tiempo o dependencia de otras personas, entre otros problemas. Remarca que el éxito académico está cada vez más ligado al dominio de estos procesos.
El periodo de mayor desarrollo de las funciones ejecutivas va de los seis a los ocho años, cuando los niños ya pueden autorregular sus comportamientos, fijarse metas y anticiparse a los hechos. A los 12 años ya tiene una organización muy cercana a la de los adultos, aunque el desarrollo se consigue a los 16, indica Marina.
Llamamos ejecutivas a las operaciones mentales que permiten elegir objetivos, elaborar proyectos y organizar la acción para realizarlos. “Están presentes en todos los momentos de nuestra vida. Es importante que las eduquemos bien”.
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