Puerto mestizo, puerto perfecto
Canalla y multicultural, Marsella respira sal y brisa marina. Una bullabesa, pasteles y una visita a la isla de If, donde Alejandro Dumas aprisionó a su Conde de Montecristo
Desaliño arrabalero, gotas de la mar salada, cultura a discreción y el peso de 2.400 años de historia en la ciudad más antigua de Francia. Y las cosas que más les gustan a los marselleses: la pizza, los bollos y los pasteles, el Olympique y la petanca. Canalla y marinera, pelín esquizofrénica, diferente a lo que la rodea, la gran puerta francesa al Mediterráneo se disfruta, también, a jugosas dentelladas.
9.00 Mandan los mercados
Las panaderías /pastelerías se encuentran por doquier, así que es obligado comprarse alguna maravilla dulce y tomarla en la terraza de un café. Se recomienda, por citar una, el Patissier Plauchut (La Cannebière, 168), un salón de té fundado en 1820 enfrente de la iglesia de San Vicente de Paul (1). No muy lejos está uno de los muchos mercados callejeros, el Mercado des Capucins (2), donde se hace patente la ensalada étnica de la ciudad. Mercados los hay de todo tipo, de ropa, de antigüedades, de libros viejos... pero en este, personajes de todos los colores venden alimentos de todos los sabores del mundo, en un barrio sucio y destartalado, con ese encanto decadente propio de la urbe. En algunas esquinas hay peluquerías africanas, pastelerías orientales y hombres susurrantes que ofrecen tabaco de contrabando. Y de pronto todo cambia: estamos en la más cuidada, La Cannebière (3), la calle principal, recorrida arriba y abajo por los tranvías, donde se aprecia el añejo esplendor de la ciudad: grandes edificios color beis con contraventanas blancas, ennegrecidos por el tiempo y comidos por la brisa.
11.00 Todo para el lobo de mar
La Cannebière desemboca en el Puerto Viejo (4), que tiene forma de rectángulo perfecto, con su silencioso ejército de mástiles orgullosos apuntando al cielo. Los curtidos pescadores venden peces que aún se revuelven en grandes cubos. Aquí se puede tomar un ferry hasta las islas (5) que recortan el horizonte marítimo marsellés: la isla de If, en cuyo castillo estuvo preso Edmundo Dantés, conde de Montecristo, según la ficción de Alejandro Dumas, y la isla de Frioul, bien equipadas para observar la fauna y flora local. De vuelta a las riberas del puerto encontramos terrazas, el Hôtel de Ville (6) y muchas tiendas dedicadas al célebre jabón de Marsella y también a lo marino, como La Plongée (7) (Quai de Rive-Neuve, 26) o Castaldi (8) (Quai de Rive-Neuve, 25), donde encontrar todo tipo de parafernalia, como espejos de ojo de buey, faroles, catalejos y timones, o la Librairie Maritime & Outremer (9) (Quai de Rive-Neuve, 26).
13.00 Un pequeño pueblo
Hay un pequeño pueblo marinero dentro de la ciudad. Se encuentra al final de la margen izquierda del puerto, en la cornisa Kennedy (un paseo marítimo que conectaba antiguamente la ciudad con los barrios de pescadores y acabó albergando las casas de la burguesía). Se llama Vallon des Auffes (10). Entre los edificios, unas escaleritas llevan a este lugar tranquilo e inopinado donde las pequeñas casas de pescadores duermen junto a un puertecito como de juguete en el que en otros tiempos se fabricaban los cordajes para las embarcaciones. Hay varios restaurantes: en uno de ellos, Chez Fon Fon (11) (Vallon des Auffes, 140), se puede probar la tradicional bullabesa marsellesa (sopa de pescado), aunque hay que rascarse el bolsillo (46 euros). Otra opción, de vuelta al puerto viejo, es el restaurante árabe Kahena (12), especializado en cuscús (más asequible).
15.00 Petanca contemporánea
Marsella rebosa de cultura, a cada dos pasos se encuentra uno un teatro y por todas partes se anuncian espectáculos de danza, conciertos o exposiciones. En 2013 será capital europea de la cultura. Una buena opción es el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) (13) (Avenue d'Haifa, 69), que muestra una nutrida colección permanente formada por obras de vanguardia locas e ingeniosas, que hace la visita no solo interesante, sino entretenida. En el parque aledaño, la multitud juega a la petanca. No muy lejos están las playas de la ciudad y una curiosa reproducción del David de Miguel Ángel plantado absurdamente en medio de una glorieta con mucho tráfico rodado.
Otra opción más underground es La Friche de Belle-Mai (14) (Rue Jobin, 41), enorme y antigua fábrica de tabaco cedida a una asociación cultural donde se celebran arriesgados eventos multidisciplinares. Lo que no hay que perderse es la basílica de Notre Dame de la Garde (15), encaramada en una colina escarpada, visible desde toda la ciudad. Una gran figura dorada de la Virgen y el Niño que vela por los marselleses la corona; dentro se encuentran numerosos barquitos a escala colgados del techo y cuadros de naufragios. Para subir, puede uno envalentonarse y ganarse la bendición a pie o montarse en un trenecito turístico.
18.00 El himno francés
"Allons enfants de la patrie...". El belicoso himno francés era una marcha militar titulada Canto de guerra para el ejército del Rhin. Sin embargo, ha pasado a la historia como La Marsellesa, pues en 1792 las tropas de voluntarios procedentes de Marsella entraron en el París revolucionario entonando este cántico y participaron en la insurrección de las Tullerías. La historia y vicisitudes del himno se explican en el Memorial de la Marsellesa (16) (Rue Thubaneau, 23). Caminando hacia el oeste encontramos el barrio de Le Panier, artístico y destartalado. Allí está el museo de la Vieille Charité (17) (Rue de la Charité, 2), que, además de museos de antropología y prehistoria, alberga un inaudito Centro Internacional de Poesía dedicado al estudio de este arte, a exposiciones y a una nutrida biblioteca. Al fondo del barrio, cerca ya del nuevo puerto donde atracan transatlánticos, está la catedral de la Mayor (18), apodada como "del pijama" por su fachada a rayas.
20.00 Mestizaje al fin de la noche
Pizza en puestos ambulantes, en camionetas, en tiendas de 24 horas o en restaurantes. Pizza por todos lados: a los marselleses les chifla y es una buena opción para cenar barato. También puede irse al barrio más animado cuando cae la noche: La Plaine. En sus calles llenas de grafitis y tiendas vintage hay multitud de pequeños restaurantes. Un buen punto de reunión es la cervecería bar Le Champ de Mars (19) (André Poggioli, 12), aquí se pueden probar los lujosos futbolines franceses, o el pub Le Ba'bar (20) (Cours Julien, 47), bar retro con dj's de electrónica. Pero sin duda la estrella del barrio, el lugar que todo el mundo recomienda, es Le Paradox (21) (Aubagne, 127), un garito donde se hace patente el mestizaje de la ciudad. Restaurante especializado en conciertos de música reggae, funk, afrobeat o brasileña, uno puede perderse charlando con los variopintos marselleses hasta olvidarse de que aún está en la vieja Europa.
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