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Reportaje:IDA Y VUELTA

Lecciones de abismo

Antonio Muñoz Molina

Este hombre joven, Michael Perry, que parece todavía más joven de lo que es y que tiene un flequillo tieso sobre la frente y mira con la intensidad impúdica de un niño, será ejecutado exactamente dentro de diez días. Las dos paletas prominentes exageran su sonrisa y su risa fácil y le dan un aire de caricatura de dibujos animados. Su palidez malsana es la de quien desde hace mucho tiempo no conoce otra luz que los neones punitivos de una galería de condenados a muerte. Tiene veintiocho años, pero podría tener quince o dieciséis, dieciocho como máximo: como si se hubiera quedado en la edad que tenía cuando una noche de pastillas y alcohol fue con un cómplice a robar un coche deportivo rojo que a los dos les gustaba mucho en el garaje de una casa en una zona residencial de Tejas y acabó asesinando a tres personas: la dueña de la casa y del coche, su hijo de dieciséis años, un amigo de su hijo. Al cabo de menos de tres días de ir atolondradamente de un lado a otro en el reluciente coche rojo, y después de un tiroteo y de una huida insensata sobre el asfalto de una zona de descanso para camiones de gran tonelaje, Perry y su cómplice, Jason Burkett, fueron detenidos. En ningún momento hubo dudas sobre la culpabilidad de ninguno de los dos. Perry fue condenado a muerte. Burkett a cadena perpetua.

Perry es menudo, móvil, con una agitación de ardilla, más visible en el espacio hermético del locutorio donde responde a una entrevista, a través de una pantalla de plexiglás. Viste un mono de prisionero blanco y las paredes y los barrotes y la puerta con rejilla metálica del locutorio están pintadas de un blanco sucio de mugre y desconchones. Burkett es alto, serio, con una cabeza imponente, con ojos claros y lentos. Empezó a cumplir su condena con 19 años. Cuando recapacita que en el mejor de los casos podrá solicitar la libertad condicional dentro de cuarenta le cuesta hacer el cálculo de la edad que tendrá entonces. Cincuenta y nueve años, dice con incredulidad, mirando al vacío, abrumado por el peso de una duración inconcebible.

El interlocutor al que se dirigen permanece invisible para nosotros, aunque escuchamos su voz, que se expresa en un inglés muy correcto con acento alemán. Es la voz de Werner Herzog, que yo escuché en este mismo cine hace siete u ocho meses, en otro documental sobre las pinturas de la cueva de Chauvet, Cave of forgotten dreams. En él las linternas encendidas novelescamente sobre los cascos de espeleólogos alumbraban una oscuridad que se había mantenido intacta durante treinta mil años. El documental sobre Michael Perry y Jason Burkett y el torbellino de sangre que los dos desataron para robar un coche rojo se titula Into the abyss, y la negrura que explora es mucho más difícil de traspasar que la de una gruta prehistórica. La austeridad visual es máxima: una galería de personas que hablan mirando a la cámara o apartando los ojos de ella para romper en llanto o para quedarse ensimismadas; filmaciones de la policía tomadas en los lugares de los crímenes o en el lago en mitad de un bosque donde los asesinos arrojaron los cadáveres; paisajes de pobreza y desolación americanas tomados desde la ventanilla de un coche en marcha: gasolineras en ruinas, anuncios de iglesias apocalípticas junto a las carreteras, las redes de alambre espinoso de una prisión, viviendas en caravanas viejas rodeadas de basuras.

Herzog mira y escucha. Hace preguntas cortas y educadas. El impacto del crimen provoca ondulaciones concéntricas de sufrimiento que nunca se extinguen, ni siquiera cuando uno de los asesinos ha sido ejecutado. La hija y hermana de dos de las víctimas pone sus fotos encima de la mesa para hablar de ellas, y los muertos, al cabo de solo diez años, ya tienen un aire tristísimo de anacronismo, en la melena teñida de la madre, en su sonrisa contra un fondo azul eléctrico; también en el corte de pelo del adolescente que se quedó congelado para siempre en una moda ya obsoleta. Pero para esta mujer que pone delante de la cámara las fotografías de los suyos el tiempo tampoco parece que haya pasado. Aún se niega a tener un teléfono en casa. No quiere que haya un teléfono para que así no exista la posibilidad de otra llamada que corte en seco la vida para anunciar una desgracia.

Los objetos resisten al tiempo con igual contumacia que los recuerdos. El detective que investigó los crímenes y detuvo a Perry y a Burkett señala en un depósito de la policía el Camaro rojo que lleva diez años aparcado allí, entre otros coches relacionados con delitos, coches viejos y estropeados por la intemperie, con cristales o faros rotos, con abollones, con agujeros de balas que se han ido oxidando. El coche rojo ya es una ruina. Lo tuvieron que cambiar de sitio porque un árbol que había echado raíz en una grieta del asfalto estaba creciendo en su interior, entre el desorden de las esquirlas de vidrio y los restos de botellas y recipientes de comida basura que nadie retiró después del tiroteo.

Nadie puede inventar estas cosas. Hay zonas de experiencia en las que la ficción no sabe o no puede aventurarse. No hay película de terror que dé más miedo que esas imágenes rodadas por la policía en el lugar del crimen con una tosquedad de vídeo doméstico, mal iluminado, con movimientos bruscos de cámara: en un salón de distinguido mal gusto todas las lámparas están encendidas y los anuncios y las imágenes de una película se suceden delante de un sofá en el que no hay nadie; el movimiento torpe de la cámara capta la sangre que salpica el dintel de una puerta, la pared, las molduras del techo, como cuando estalla una cafetera o una olla a presión mal cerrada; sobre el mostrador de mármol de una cocina hay una bandeja con pegotes de masa de galletas que alguien estaba a punto de poner en el horno cuando sonó el timbre de la puerta; junto a la bandeja está abierto un libro de recetas; en el suelo de cemento del garaje hay una zapatilla deportiva y un rastro de sangre; junto a cada pista la policía ha puesto pequeñas etiquetas numeradas.

La sala de las ejecuciones por inyección letal es un cuarto de dimensiones mezquinas con las paredes pintadas de verde eléctrico. La camilla sobre la que se tiende al reo tiene dos extensiones laterales para poner los brazos. Atado por varias filas de correas el condenado extiende los brazos como en una crucifixión horizontal. La cortina verde se descorre y los testigos pueden ver la ejecución tan de cerca como si se celebrara en una salita familiar. El formulario en el que se certifica la muerte es una fotocopia de baja calidad. Cuando Michael Perry estaba a punto de perder el conocimiento la hija y hermana de dos de sus víctimas lo miraba a los ojos a través del cristal y vio que por la mejilla se le deslizaba una sola lágrima.

Fotograma de <i>Into the abyss. A tale of death, a tale of life,</i> de Werner Herzog, premio al mejor documental en el festival de cine de Londres el pasado octubre.
Fotograma de Into the abyss. A tale of death, a tale of life, de Werner Herzog, premio al mejor documental en el festival de cine de Londres el pasado octubre.

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