Natacha Seseña, historiadora del gran arte y la alfarería
Fue tenaz defensora de los derechos de la mujer en España
La historiadora del arte Natacha Seseña sacó el barro a la calle convertido en obra de arte. Descubrió en Las Meninas de Velázquez la pasión de las princesas por el barro. Se fundió con el mundo de Goya y sus mujeres. Fue una aguda observadora de los secretos del Prado. Y fue una mujer respetuosa y cordial, una gran amiga inolvidable. Hace tres años, cuando empezó a notarse su enfermedad, llamó a algunos: "Durante un tiempo no sabrás nada de mí". Solo la alfarería la sacó de casa. Hace 30 años fundó la Feria de la Cacharrería, en la plaza de las Comendadoras; la abrió Tierno, su amigo, entonces; y este año fue a su inauguración. Solo se dejó ver para eso.
Su vida fue un tratado de entusiasmo a favor de la libertad de la cultura. Y fue compañera de una generación entera de artistas, desde Benet y García Hortelano a Ángel González. Nació en Madrid con la República, en julio de 1931. Y ayer murió a los 80 años. Su hija Patricia (tiene otra hija, Lorena) decía anoche que en los últimos tres años, cuando se le declaró el cáncer que minaría su cuerpo pero no su espíritu, "era como un toro miura, jamás se rindió". Hasta que una neumonía, que se le declaró el 3 de octubre, desató una crisis respiratoria de la que ya no pudo escapar.
Aparte de lo que hizo (a favor de la alfarería, a favor del arte, a favor de los otros), la personalidad de Natacha era la de una mujer cuyo compromiso político no conoció respiro. Fue, decía su hija, la primera mujer que se divorció (se había casado con un norteamericano, Neil Magee, en 1959), la primera mujer que condujo un coche, la primera mujer que se manifestó contra el Vaticano... Las páginas de EL PAÍS son testigo de su rabia civil con la manipulación que Kiko Argüello hizo de la catedral de la Almudena, a la que quiso convertir, como decía ella, en una especie de parque temático de Walt Disney.
Su gran obra fue su dedicación a la alfarería. Se empeñó, como se empeñaba ella en las cosas, sin esperar nada a cambio, en sacar la alfarería de los alfares, en dotarla de la significación artística que alberga el barro humilde, engrandecido. Se impuso esa tarea y ahora ese es el monumento real y difuso que deja su personalidad poliédrica y tan cordial, tan discreta y entusiasta, tan alegre por dentro; una alegría que a Natacha le saltaba a los ojos, con los que reía como si supiera algo que solo decía así, mirando. Estaba muy a la izquierda, y en los últimos tiempos tenía el susto del futuro. Cuando apareció su libro de poemas Falso curandero, hace siete años, Ruth Toledano le puso a Natacha estos adjetivos en un artículo en EL PAÍS: "Brillaba, inteligente, conversadora, fresca". Hizo honor a ese brillo siempre esta mujer conmovedora y solidaria.
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